El fin de Selb (fragmento)Bernhard Schlink
El fin de Selb (fragmento)

"Por la tarde, en mi oficina, escribí una carta a Vera Soboda contándole que el blanqueo de dinero en Weller & Welker se había terminado; que el banco había sido como una casa de locos en la que los locos habían encerrado a médicos y enfermeras y se habían hecho pasar por ellos; que Samarin, el cabecilla de los locos, había muerto y que Welker volvía a ser el médico de la institución. La comparación de Nägelsbach me había gustado.
En el casillero había una carta de Welker. Me daba las gracias y adjuntaba un cheque de doce mil marcos. Además, me invitaba a la fiesta de retorno a su casa de la Gustav-Kirchhoff-Strasse, el sábado de la semana siguiente.
Me pregunté si aún debería presentarle la factura detallada, tal como habíamos quedado cuando me propuso el trabajo. Por lo general, tras cerrar un caso, suelo entregar a mi cliente un informe por escrito. ¿Estaba cerrado aquel caso? Mi cliente ya no quería nada más de mí. Me había dado las gracias, me había pagado y la fiesta a la que me había invitado era una fiesta de despedida. Por su parte el caso estaba cerrado ¿Y por la mía?
¿Quién le había dado a Schuler un susto de muerte? Samarin no lo había admitido, pero tampoco lo había negado expresamente. Yo no podía creer que se lo hubiera quitado de en medio sólo por el asunto del dinero. De lo contrario, no habría mencionado que Schuler le había enseñado a leer y a escribir. Si lo había matado, o había ordenado que lo matasen, era que detrás del asunto del maletín con el dinero había algo más. ¿Y cómo podrían haber dado a Schuler un susto de muerte?
¿O me estaría engañando? ¿Sería que me negaba a admitir que había sido yo el causante de la muerte de Schuler y por eso buscaba una conspiración o una intriga, cuando lo único que había era la debilidad y la confusión propias de su edad, y mi lentitud de reflejos? Un organismo agotado, un mal día, una cantidad de dinero apabullante... ¿No era todo eso suficiente para provocar en Schuler aquel estado en el que vino a mi encuentro?
Me puse de pie y me dirigí a la ventana. Allí era donde estuvo su Isetta, allí me había dado el maletín, allí había trazado la larga línea diagonal por la calle y había pasado entre el semáforo y el árbol a la zona verde. Allí, contra aquel árbol, había encontrado la muerte. El semáforo se ponía rojo, ámbar y verde y luego, de nuevo, ámbar y rojo. Yo no podía apartar la mirada: era la lamparilla funeraria de Adolf Schuler, profesor jubilado.
Tanto si había sido Samarin quien le había propinado un susto de muerte como si había sido su avanzada edad la que le había sumido en aquel estado deplorable, yo podría haberlo salvado y no lo había hecho. Tenía una deuda con él. No podía cambiar nada sobre su muerte, pero podía aclarar el porqué de la misma. Era como una misión que se me hubiera encomendado.
Rojo, ámbar, verde, ámbar, rojo. No, no sólo debía a Schuler la aclaración de su muerte, sino que también me debía a mí mismo solucionar mi último caso. Porque así era: aquél era mi último caso. Aparte de aquel trabajo, resultado de un encuentro casual en la cima del Hirschhorn, hacía meses que no me habían encargado ningún otro. Tal vez me volvieran a pedir que hiciera averiguaciones sobre falsos enfermos, pero eso ya no me apetecería.
Es una lástima que uno no pueda elegir su último caso: la cima, el broche de oro que cierre y culmine todo lo hecho. Sin embargo, el último caso es tan azaroso como todos los demás. Así son las cosas. Uno hace esto, hace aquello y, de pronto, ya se ha pasado la vida. "



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