Memorias de un antihéroe (fragmento)Kornel Filipowicz
Memorias de un antihéroe (fragmento)

"La espera era en realidad sinónimo de vida. Me lo repetía todos los días para no perder el sentido del valor de lo que había conservado hasta ese momento; sin embargo, mi vida iba menguando día tras día.
A las siete y media salí de casa y me dirigí hacia la oficina a pie, para no tener que utilizar el tranvía. En el vagón para alemanes, que generalmente iba bastante vacío, estaría expuesto a las miradas de odio de los polacos, apiñados detrás de la cuerda; y si viajaba en el vagón para polacos, me exponía a vejaciones por parte de los alemanes, y también a encontrarme en cualquier momento con el director o con la señorita Riemendorf. Mi situación era ya bastante ambigua. Los alemanes me tenían claramente por polaco, y los polacos, por alemán, pero yo no era ni lo uno ni lo otro. No les causé ningún daño ni a los primeros ni a los segundos. Mi única culpa fue querer salvar el pellejo en esta maldita historia. Pues bien, iba a pie y habitualmente cambiaba de ruta por un motivo que más adelante contaré. Mi horario de trabajo terminaba a las cuatro, pero raramente conseguía salir a esa hora. Yo era de esos que, si hacía falta, estaba dispuesto a quedarme en la oficina hasta por la noche. Oficialmente mi afán debía ser reconocido y a menudo era objeto de elogios y me ponían como ejemplo. Pero me di cuenta a tiempo de que no había necesidad de exagerar. Varias veces la señorita Riemendorf me había preguntado: ¿Tiene intención de dormir hoy en la oficina? Lo decía en un tono de burla rabiosa y mal disimulada. Estaba a punto de cruzar una frontera más allá de la cual no me estaba permitido moverme; al fin y al cabo, no era alemán. Pero, por suerte, me di cuenta a tiempo. Así pues, salía de la oficina a media tarde, compraba alguna cosa de comer por el camino y volvía a casa. Dejé de ir a almorzar al casino, no frecuentaba ninguna fiesta —salvo que fuera completamente necesario—, ya no iba a conciertos, ni al cine ni al teatro.
Esa forma de vida se había originado a partir de un suceso del que no he hablado hasta ahora. Debo contarlo con sinceridad. Intento recordar cuándo se originó aquel sentimiento en mí, pero los inicios son imprecisos. Las primeras inquietudes y dudas aparecían, pero lograba superarlas con bastante facilidad mediante, digamos, autopersuasión: «Hombre, ¿de qué tienes miedo? No eres un oficial de la Gestapo ni un dignatario nazi, no le has hecho daño a nadie. Ve, observa y convéncete de que no hay nadie al otro lado de la puerta, mira hacia atrás, nadie te está siguiendo, ponte detrás de las cortinas y escudriña la calle: ese tipo no es un combatiente de una organización clandestina con una pistola en el bolsillo, sino un chico que espera a su novia con la que después irá al parque». Al principio, me iba bastante bien, pero cada vez con más frecuencia mi diálogo interior no funcionaba. Solo me sentía seguro en la oficina, y parcialmente, no completamente, en casa, con la puerta cerrada con llave y doble cerrojo. Solo tenía que cruzar el umbral para que, en seguida, me invadieran de nuevo los miedos y las alucinaciones: en los portales, personas sospechosas me seguían con la mirada; alguien caminaba detrás de mí con los ojos clavados en mi nuca. Una vez estuve a punto de detenerme, darme la vuelta de golpe y gritar a viva voz: «¿Qué queréis de mí? ¿Por qué me perseguís? ¡Dejadme en paz!» No sé lo cerca que estuve de comenzar a gritar de verdad, pero creo que me faltó muy poco. "



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