Mi alma en China (fragmento)Anna Kavan
Mi alma en China (fragmento)

"Uno de los tormentos del infierno consiste en que es imposible dormir, aunque siempre es de noche, o por lo menos, última hora de la tarde. Hay camas, claro, pero sirven para otras cosas.
Una alfombra de mesembriantemo color magenta, gruesa como un colchón, cubría el pequeño jardín trasero, que separaba la casa de la polvorienta carretera. Por ella llegaba cada tarde el cartero, con su paso perezoso y distraído, aunque avanzando con sorprendente rapidez. Entregó a Kay el habitual montón de facturas, circulares, revistas, y cuando ya se estaba marchando, se volvió y le tendió una carta con sello australiano. Ella no se la llevó a John inmediatamente. Durante algunos momentos permaneció contemplando la carretera, en la que no había nada que ver excepto la espalda del cartero, cubierta con una camisa de algodón azul. Se dirigía ahora al único otro edificio del lugar, un bungalow blanco, de madera, junto al cual estaba aparcado un coche. El coche tenía una matrícula amarilla, y por algún motivo, su imagen despertó toda la infelicidad que había estado escondida bajo su conciencia. Sintió que mientras viviera recordaría con tristeza ese coche con su matrícula amarilla quieto bajo el cielo extranjero. Martin le había quitado algo que solo John podría haber reemplazado. No lo había hecho; de modo que ella seguiría sufriendo. La marcha de John sería su derrota definitiva, la irremisible destrucción de la armadura con la que se protegía de la vida, el colapso de su mundo.
¿Qué fantasmagórico indulto, qué mensaje imposible de amigos inexistentes, estaba yo soñando cuando esperaba al cartero, cuyo paso perezoso se burlaba de mi ansiedad?
Alto y delgado, avanza hacia a mí con un gracia lánguida, de sauce, y cuando se acerca noto que huele intensamente a Miss Dior. «Tienes que probarlos», dice el elegante jovencito (o al menos me parece que es joven) ofreciéndome, no un preservativo como era de esperar, sino una caja de plata que contiene bombones en forma de corazón. Como ve que dudo, coge uno y lo echa en un vaso de agua. Resulta ser efervescente: en un momento, el vaso está lleno de una densa espuma. «Totalmente de confianza, querida», me asegura. «La princesa está loca por ellos. Y además están perfumados. Los fabrican en Viena, creo.»
Kay volvió adentro y encontró al australiano leyendo un libro titulado «El significado del significado». Al verla dejó el libro sobre la mesa, tomó el correo de sus manos, y ella le miró rasgar el sobre y extraer las finas hojas de papel. Parecía haber muchas. Observó cómo sonreía él mirando una hoja cubierta de dibujos infantiles hechos con tizas de colores, antes de empezar a leer la carta de su mujer. Seguramente era la última: pronto iba a volver a casa.
Kay le dejó leyendo la carta y salió a la terraza. La puerta se cerró de un portazo, y la asaltó el ruido del océano, sostenido y constante. La marea estaba alta. Las olas, de tres en tres, surgían de la enorme y palpitante masa de agua del Pacífico, que el sol de la tarde recubría de relucientes escamas. Algunas olas parecían más altas que la casa. Siempre era difícil creer que no iban a desplomarse sobre el tejado. Después de todo ese tiempo, todavía le parecía maravilloso y algo terrorífico ver las grandes olas curvas corriendo hacia ella como gigantescos caballos, arqueando sus grandes y orgullosos cuellos verdes, las blancas crines chasqueando al viento, veloces como relámpagos, hasta zambullirse, con un estruendo que hacía temblar el aire, en una explosión caótica de agua que silbaba y hervía alrededor de los pilares de la casa.
Un pájaro pequeño, que parecía de juguete, estaba pescando con pericia en el agua turbia, zambulléndose sin miedo en las olas altas como montañas en el último momento antes de que rompieran, y navegando imperturbable en medio del torbellino de espuma. Al sumergirse en pos de un pez, levantaba la cola y la sacudía airosamente. Kay envidió su independencia, su audacia, su adaptación a la vida. "



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