Los niños del Borgo Vecchio (fragmento)Giosuè Calaciura
Los niños del Borgo Vecchio (fragmento)

"Era el perro ciego que vigilaba ante la persiana de la carnicería el que advertía antes que nadie el olor del cuero de las botas. Lanzaba un aullido, largo como la sirena de la policía, que rebotaba en las fachadas multiplicándose en ladridos sordos de amenaza, y que permanecía en un eco suspendido porque el perro dejaba de ladrar y escuchaba su propia voz como una voz extraña y enemiga. Desde el fondo de su tiniebla, al no saber a quién atacar, se mordía a sí mismo a la altura del muslo. Era el cordero de noviembre el que, al escuchar aquellos ladridos, percibía el olor del lobo mientras se soltaba del abrazo nocturno del primo Nicola, y se le escuchaba desde la puerta del corral con un balido de terror desquiciado, ya que no era capaz de saber por dónde le venía el ataque. Él mismo entendía que aquel beee prolongado no conseguía transmitir la profundidad de su pavor, sino sólo una efímera perplejidad, y correteaba de un lado a otro en busca de salvación cruzándose con el primo Nicola, que también corría detrás del cordero, soliviantado por la sensación de peligro, mientras la luz de la mañana volvía a despertar los muros de su prisión y el horror del nuevo día. A la desesperación sin motivo del cordero de noviembre respondía el cacareo de los pollos subterráneos para épocas de carestía: las gallinas pensaban que en el mundo estaban acabándose todos los recursos alimentarios desde el momento en que, incluso a aquella profundidad, les llegaban los gritos de angustia del cordero de noviembre sin ser tiempo de Pascua.
Desde los sótanos pedían más luz para que fuera más fácil y ordenado el trabajo del matarife y que en la confusión de la matanza y de la oscuridad no fuese a cortar el pescuezo a pollos jóvenes en vez de a las gallinas viejas y estériles, que eran las huéspedes más antiguas. Su escándalo emergía a la superficie junto al hedor del guano, siguiendo el camino del ganso que salía entre los charcos del patio para dar su primera vuelta de reconocimiento por los restos de la noche del mercado. Advertía la urgencia de aquellos lamentos y al mismo tiempo cuán inoportuno resultaba su plácido cua-cua adentrándose en los vericuetos de las callejas con temor a que la cadena sonora de aquella voz de alarma se cruzase precisamente en su camino. Llegaba hasta el muro de cierre con el ritmo bamboleante de los palmípedos, con la certeza de que no existían otras vías de huida, desafiando la ferocidad del gato del primer piso, que había descubierto dolorosos métodos de evasión desde la ventana abriendo una brecha en la red metálica a costa de laceraciones en el hocico. También el gato entendió que aquél no era el típico paseíto provocador del ganso insensato y, en vez de lanzarse al ataque, se tumbó en el pavimento del balcón, erizó el pelo, emitió un mayido ronco y amenazador de gran felino y, por fin, despertó al papagayo de la jaula del segundo piso, que era un maestro de la lengua. El papagayo sacó la cabeza de debajo del ala; escrutó a un lado y a otro, y anunció: «¡Esbirros por Oriente! ¡Esbirros por Oriente!».
El barrio se despertó al unísono y cada cual tomó sus propias medidas de cautela. Hubo quien se puso de inmediato a esconder el billetero todavía sin registrar sustraído en sus robos nocturnos en las terrazas de los restaurantes, y lo resguardaba para más tarde en el compartimento secreto oculto en las macetas de albahaca; hubo familias enteras que se apresuraron escaleras abajo para trasladar el botín obtenido en los desvalijos de los saloncitos de verano de las casitas frente al mar. Por cansancio, lo habían dejado toda la noche en el garaje de la motocicleta. Se daban prisa para hacerlo desaparecer en el hueco de la escalera, camuflado con las rejas de la alcantarilla, e incluso los niños participaban en la cadena de transporte bostezando y se quejaban porque enseguida tendrían que prepararse para ir a la escuela.
Incluso el párroco de la Iglesia del Gesù, pegando el ojo a la mirilla del portón, aún cerrado al no ser hora de misa, vio pasar la columna, armada con porras y protegida por escudos, que había tomado una calle sin salida porque las fuerzas del orden tenían planos muy viejos, trazados del barrio borbónico, cuando todavía estaba de frente al mar. Se santiguó y corrió a la sacristía. No había tenido tiempo de poner a salvo los crucifijos de oro y plata, el atril y la corona del Cristo, material que le habían dejado en las manos, en pleno corazón de la noche, los ladrones sacrílegos que, según lo acordado, llamaron con tres golpes, una pausa y tres golpes. Era todo lo sacro que habían afanado en sus trapacerías nocturnas y, como por el momento no había mercado para las cosas de Dios, habían decidido dejarlo a la custodia del párroco en honor a la iglesia del barrio. El cura bendijo el botín e impuso a sí mismo y a los ladrones tres mea culpa para su absolución de rodillas ante el altar, y no les hizo descuentos en las oraciones a pesar de su avidez por salir huyendo porque tras el rosetón de la fachada se percibía ya la claridad del alba. "



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