La alegría y la ley (fragmento)Giuseppe Tomasi di Lampedusa
La alegría y la ley (fragmento)

"A todo esto, el panetone estaba allí, en medio del escritorio, pesado, herméticamente cerrado, «cargado de presagios», como el mismo comendador habría dicho veinte años antes, vistiendo el uniforme fascista. Entre sus compañeros había habido risitas y murmullos; luego todos, encabezados por el director, habían gritado su nombre. Una gran satisfacción, la seguridad de que conservaría el empleo, en pocas palabras: un triunfo; y nada había logrado turbar aquella estimulante sensación: ni las trescientas liras que había tenido que pagar en el bar de abajo, ni la doble penumbra del atardecer borrascoso y de la lámpara de neón a baja tensión, cuando había invitado a café a los amigos, ni el peso del botín, ni las palabrotas que había oído en el autobús, nada, ni siquiera la repentina sospecha, en el fondo de su conciencia, de que solo había sido un momento de displicente piedad por el empleado más menesteroso; realmente, era demasiado pobre para permitir que la mala hierba del orgullo brotase donde no debía.
Se dirigió hacia su casa por una calle decrépita a la que los bombardeos de hacía quince años habían dado los últimos toques. Llegó a la lúgubre plazoleta en cuyo fondo estaba agazapado el edificio fantasmal.
Pese a todo, saludó con brío al portero Cosimo, que lo despreciaba porque sabía que tenía un sueldo inferior al suyo. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones: la planta donde vivía el caballero Fulano. ¡Puf! Tenía un «mil cien», sí, pero también tenía una mujer fea, vieja y desvergonzada. Nueve escalones, tres escalones, un resbalón, nueve escalones: la vivienda del doctor Zutano: ¡peor aún! Un hijo holgazán que andaba loco por las lambrettas y las vespas, y además la sala de espera siempre vacía. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones: su apartamento, la modesta vivienda de un hombre estimado, honesto, respetado, premiado, la casa de un contable fuera de serie.
Abrió la puerta, entró en el pequeño vestíbulo, ya saturado de olor a cebolla sofrita; sobre un arquibanco del tamaño de un cesto dejó el pesadísimo paquete, la carpeta atiborrada de intereses ajenos, la molesta bufanda. Su voz resonó: «¡Maria, ven pronto! ¡Ven a ver qué cosa más buena!»
La mujer salió de la cocina, con una bata azul claro tiznada por el hollín de las cacerolas, y las pequeñas manos, enrojecidas de tanto fregar platos, posadas sobre el vientre deformado por los partos. Los niños, con la nariz llena de mocos, se apretujaban alrededor del rosado monumento, y chillaban sin atreverse a tocarlo. "



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