El inquisidor de México (fragmento)José Joaquín Pesado
El inquisidor de México (fragmento)

"Apartemos los ojos de esta dolorosa escena, imputándola no a la religión cristiana, que es toda de caridad y mansedumbre, sino a las ideas y bárbara jurisprudencia que reinaban en aquella época, y trasladémonos por un breve rato a la morada de don Domingo. Este hombre, a pesar de su natural dureza, había experimentado en el interrogatorio de Sara una compasión que no le era común, la cual procuró sofocar cuanto pudo.
Y no imputemos este afecto a alguna pasión bastarda, porque si bien la hermosura de la doncella era grande y su aflicción excesiva, siendo ambas causas, cuando están unidas, bastante poderosas para encender en el pecho más helado el dulce fuego de una compasión amorosa, las emociones que entonces experimentó el rígido anciano procedían de una causa más elevada. Un sentimiento puro y delicado habló en su corazón a favor de la afligida doncella y, aun al pronunciar después contra ella la última sentencia, tuvo que vencerse a sí mismo para firmarla.
Avergonzado de esta flaqueza, se vio en la necesidad de revelarla a un hombre docto con quien solía consultar los asuntos más arduos. Fue éste de parecer
que no había en todo aquello más que una asechanza del Diablo para doblegar su constancia; y le aconsejó se armase de nuevo valor, a fin de burlar las insidiosas maquinaciones del enemigo común. Con esto reanimó su espíritu y sofocó en su origen un afecto que, si hubiera tenido lugar de desenvolverse, habría producido felices resultados.
Dispuesto todo para el auto solemnísimo de fe, anunciado al público con extraordinaria pompa, se retiró el anciano la víspera en la noche a su gabinete, donde se puso a repasar algunas decretales, que eran su estudio favorito al cual destinaba las horas que podía robar a sus quehaceres. Cuando estaba más enfrascado en su lectura, siente pasos en la estancia y, desde el enorme sillón que ocupaba, divisa un bulto que se le acerca. Arrugando las cejas y poniendo una mano sobre ellas para hacerse sombra y aguzar la vista, advierte que un desconocido, embozado en una pomposa capa, llega cerca de él y le saluda mesurado, añadiéndole que tiene que hablar un asunto reservado. Dale entonces asiento, con lo que pudo reconocerlo más de cerca, notando en él una fisonomía grave y triste, con ciertos asomos de fiereza. La edad de aquel hombre rayaba en los sesenta años: su complexión era vigorosa, y su aspecto y ademanes indicaban que era reservado, meditabundo, tenaz en sus propósitos y capaz de llevar al cabo la resolución que una vez hubiese formado. "



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