Las siete cucas (fragmento)Eugenio Noel
Las siete cucas (fragmento)

"El rey sabio —y no hay que decir quién, porque han existido tan pocos, que con decir así ya saben todos que fue don Alfonso el Décimo— advertía a los jueces que se guardasen del testimonio de las mujeres que comercian con su cuerpo. Pero la Martina nunca llegó a ese extremo, que sepamos, y hay que creerla. En primer lugar, porque nada le agrada a uno más que le den la razón, que cuando se la dan a uno no teniéndola.
Bizantinismos a un lado. Cuando las Cucas salían a la puerta, desecada ya la poza y bien rellenada, y se sentaban, en la poyata que sombreaba la parra del Cuco, las siete, éstas en el poyo, las otras en sillas terreras, que no sabemos por qué gustó siempre a la mujer pueblerina la silleta casi o cuasi escabel y aun sospechamos sin mucho ahincamiento sea de costumbre moruna, aunque más bien nos inclinamos a creer que, como la mujer es tan apegada a la tierra, le cuesta mucho despegarse de ella, el cuadro que las siete componían parecía de pega.
¿Por qué le sorprenderá a uno todo lo que es verdaderamente bello? ¿Por qué lo bello no es lo común, lo cotidiano? Muy sabrosas y tiernas ideas supo sobre el tema dar cierto filósofo llamado Santayana, uno de los más eminentes filósofos contemporáneos, al que le ocurrió la peor tragedia que le puede ocurrir a un sabio, y es nacer en Madrid. De pasmado que se quedó ha escrito sus obras en inglés y todos los madrileños que conozcan inglés, pero nada de inglés gibraltareño, sino uno digno de Bridges y Lowes Dikinson y Conrad y Moore y Hardy, pueden relamerse con su The Sense of Beauty. Los no anglicanizados pueden esperar sentados… como las Cucas. No hay más delicioso y patriótico suceso que leer a un compatriota traducido al idioma nativo; es para morirse… de risa. La verdad es cruel, dice ese madrileño-inglés, pero hace libres a los que la aman; dispensadme. Así como así, el padre de este genial pensador fue abulense y casi paisano de mis seis hermosas hijas del ahorcado, del reino de la asolación altiva, que escribe el escaldado gato.
Aprovechando como siempre lo de otros me viene al pelo eso de asolación altiva para calificar el estado de alma de las Cucas bajo el trágico emparrado. Altivamente desoladas, justo. Pero muy hermosas en su desesperación asordada.
La parra del Cuco era el único arbusto, fuera de los álamos negros del lavadero, que crecía en el pueblo libre de las injurias de los chicos y de esa indiferencia, cruel y no analizada aún, del castellano por los árboles. Plantola el Cuco y si en vida logró que respetaran los racimos espléndidos, después de ahorcado lo consiguió con tan definitivo resultado, que sería cosa de recomendar a los agricultores algo parecido aunque menos oneroso para que defendieran sus predios, árboles y sembrados.
Las uvas del ahorcado… Qué bonito título para un cuento o chisme de color local o cromo a todo color. Bien se prestaban a lucimientos literarios aquellos enormes racimos de uvas colgantes entre las lobuladas hojas más bellas de las hojas, las únicas que merecieron servir a nuestros primeros padres de pudendum, primer traje venerable de Eva y, según parece por la poca ropa que la de nuestros días lleva encima, último traje también, Dios Nuestro Señor lo quiera.
¿Existirá fruto más bello que un racimo de uvas, silueta más adorable? ¿Qué valen en su comparanza todas las pulpas o carnosidades que rodean las bayas, pepitas, güitos y drupas o fosaifesan los aquenios? ¿Qué las cabezuelas, majuelas, cerezas o carpelos de todas las umbelas o corimbos de todos los frutos de la tierra? Quien sabía de esto un rato largo era el Arcipreste, del que tenemos que anotar que nunca llamó a la casa del Cuco casa de la poza, sino casa de las uvas. Inéditos sus escritos nada podemos adelantar; pero cuán de vuelo serían sus apreciaciones, sabiendo como sabía que las uvas fueron siempre la imagen preferida por el Espíritu Santo y las Sagradas Letras, y a excepción de unas gotillas de sangre —cuya autenticidad Nuestra Madre la Iglesia anda remolona en firmar— de Nuestro Señor Jesús, si vemos sangre del Salvador, por el vino es y no en otro zumo tropical o euroasiático… La vid, siempre la vid… ¿No ha sido Salomón el hombre que ha tenido, no sólo mil mujeres, sin que le produjera el jaleo leucomielitis posterior crónica, sino la más deliciosa imaginación que hombre alguno? Pues la vid es su imagen terminal, estructural, eje de sus encantadoras analogías. "



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