Los fuegos de otoño (fragmento) "No esperó la respuesta de Thérèse. Era domingo y estaban en casa de los Brun, en el caldeado comedorcito, unos días después del entierro de Adolphe Brun, que había muerto de una embolia. Acababa de leer el periódico e iba a tomarse la humeante taza de café que le había servido Thérèse, un café que no dejaba que le compraran las mujeres, porque, según él, no tenían el olfato tan desarrollado como los hombres y eran incapaces de apreciar el bouquet de un vino, el olor de una fruta o el aroma del moka. Por ejemplo, cuando el señor Brun elegía un melón, lo cogía con delicadeza entre las manos y lo olisqueaba con una expresión casi amorosa. El señor Brun era un sibarita. El día de su muerte, aspiró el aroma del café y sonrió. Estaba un poco pálido; hacía días que no se sentía muy bien. Volvió su saludable rostro hacia Thérèse y, de pronto, abrió la boca convulsivamente una, dos veces, como un pez fuera del agua, hizo un gesto de débil protesta con la mano, como si dijera: «Pero, caballero, yo no le debo nada», suspiró, y su largo bigote se desplomó sobre su pecho. Había muerto. Thérèse estaba ordenando la ropa de su padre, arrodillada ante un gran baúl reforzado con aros de hierro, que, en los compartimentos inferiores, contenía recuerdos de su madre, fallecida tan joven: corpiños pasados de moda, vestidos de seda con brocados, bonitas, aunque modestas, prendas de lencería… Todo aquello lo habían guardado para ella. «Thérèse lo aprovechará cuando sea mayor», decía su abuela, pero ella nunca se había atrevido a hacerlo. Cerró el baúl con llave. Iría a parar al desván, donde haría compañía a la maleta de Martial, que contenía sus libros más preciados, sus manuales de medicina y los retratos de sus padres. «Tres vidas —pensó Thérèse—, tres pobres vidas que no han dejado más rastro sobre la tierra que unos libros amarillentos y unos vestidos viejos. Qué sola estoy, Dios mío… —siguió diciéndose, y miró afligida a la señora Jacquelain—. Está viuda, pero tiene un hijo; es feliz… Bernard… Vino al entierro, pero después… Vive en un mundo tan selecto, tan diferente de aquel en el que se ha criado… Tiene amantes. Renée Détang, con toda seguridad, y otras… Pero ¿qué me importa a mí eso?». Pasado un rato, la señora Pain le abrió la puerta a Bernard, pero al principio, en la penumbra del vestíbulo, no lo reconoció. —¿Por quién pregunta usted, joven? —Y, de pronto, se dio una palmada en la frente—. Pero qué tonta soy… Si es el pequeño Bernard… Entra, hijo —le dijo como en otros tiempos, cuando subía después de comer con los libros y los cuadernos bajo el brazo y decía: «Buenas tardes, señora Pain; ¿puedo hacer los deberes en su casa?»—. ¡Thérèse, es el chico de los Jacquelain! —gritó hacia el interior de la vivienda. Luego le abrió la puerta del comedor y volvió a cerrarla tras él con suavidad, dejando a los jóvenes solos entre el sofá de cretona negra estampada con ramilletes de rosas y el retrato de Martial, colgado en la pared. Aquellos chicos… Movió la cabeza con una expresión particularmente maliciosa y, remangándose con un gesto vivo y enérgico, volvió a la cocina, desde donde oía los murmullos ahogados de los jóvenes. Thérèse estaba enamorada de aquel muchacho. Cuando él se le acercaba, tenía una mirada… La señora Pain sonrió y soltó un suspiro. «Mi pobre Thérèse… Lleva una vida tranquila, sí. Pero cuando eres joven, eso no basta. Necesitas lágrimas, pasión, amor, aventuras… Más tarde te resignas a tu modesta y apacible existencia. Entonces no le pides a Dios Nuestro Señor más que una cosa: ¡seguir! Seguir pelando verduras para el caldo día tras día, bajando a buscar la leche a la vaquería, leyendo el folletín del Petit Parisien, chupando pastillas de menta para tener el aliento fresco… Solo eso, Dios mío, pero todo el tiempo posible. Y ese es el momento que elige Dios para mandar un ángel a tu casa, que te coge y se te lleva, te guste o no, hacia la gran aventura, llena de oscuridad y de misterio… Está mal pensado —se dijo—. Bueno, ¿tendré bastantes alcaparras? Me pregunto si Thérèse conseguirá que ese chico se quede a cenar… Le costará —siguió pensando—, le costará mucho». Y es que a los hombres siempre costaba retenerlos. Tenerlos, no. Para eso bastaba con llevar falda… A un hombre siempre se lo podía tener, pero ¿retenerlo? " epdlp.com |