Contemplaciones (fragmento)Zadie Smith
Contemplaciones (fragmento)

"Estamos preparando el equipaje y me han mandado al cajero automático para que tengamos algo de efectivo a mano. He llevado un sobre grande de papel manila. Son los primeros días, así que aún no voy con mascarilla, pero estiro la manga para pulsar el botón del ascensor y siento como si mi cuerpo no me perteneciera. En el portal ya hay muchas maletas; en la calle están cargando el maletero de cuatro coches. La mayoría de nuestros colegas de la universidad son, como nosotros, de otros sitios, y quizá se dirijan allí. Desde niña, mi única idea o intuición al pensar en el apocalipsis, el desastre o la guerra es que no tengo ningún «instinto de supervivencia» ni un fuerte deseo de sobrevivir, especialmente si lo que hay al otro lado de la supervivencia soy yo sola. Un libro como La carretera me resulta tan incomprensible como una saga de la mitología nórdica en versión original. El suicidio me tendería su silenciosa mano desde el primer día, desde la primera hora; no el suicidio valiente: quitarte la vida, sino la muerte pasiva que te llega si te quedas debajo de la cama mientras suben las escaleras, o si te tumbas en el maizal mientras el avión se dirige hacia ti abriendo fuego con las ametralladoras. En cambio, tengo el instinto de volver al hogar, y por eso, con mi pasividad característica, he permitido que se urda un plan: aceptar la invitación de unos amigos para alojarnos unos días en la casita que tienen libre en Kerhonkson y después intentar volver a casa, a Londres, antes de que volar sea imposible. «La última neoyorquina oficial», ese bello e intrépido concepto de Fran Lebowitz que leeré semanas más tarde, aún en el limbo, aún viviendo en el fondo del jardín de Jay y Jackie, no seré yo.
Doblo la esquina de Broadway y encuentro la avenida desierta, lo cual es una novedad, en este punto, porque no podía verla asomada desde nuestra ventana del undécimo piso. El banco está a oscuras más allá del vestíbulo: solamente los cajeros automáticos están operativos, pero se oye jaleo porque Myron, uno de los personajes de mi cuento «Letra y música», está por allí. No lo había vuelto a ver desde mucho antes de escribir ese cuento, y me alegra mucho comprobar que está vivo y con tan buena voz, porque es de suponer que un hombre en su situación —sin techo, sin piernas— se enfrenta muchos días a una batalla por la existencia. No lo saludo porque está al teléfono, porque las posibilidades juguetonas de la ficción se agotaron, y porque, en realidad, ni siquiera se llama Myron. Tampoco, que yo sepa, era particularmente aficionado a la música disco: un rasgo que me tomé la libertad de otorgarle en el relato. No tengo ni idea de qué música le gusta, aunque sí me acuerdo de que una vez, cuando me tocó empujarlo por la avenida, me oyó tararear un tema de Stevie y se puso a cantar conmigo. Y sé que tiene debilidad por las teorías conspiratorias, que a mí nunca me han parecido nada menos que una opción perfectamente racional de procesar la realidad contemporánea en Estados Unidos. Justo ahora está chillando y riéndose por el teléfono móvil mientras lanza uno de sus típicos sermones, uno que ya le he oído antes, en otros contextos: la locura de los blancos. "



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