Una boda en Lyon (fragmento)Stefan Zweig
Una boda en Lyon (fragmento)

"Un grito tanto más sonoro, nítido y como surgido de otro mundo rasgó de pronto el silencio. Un grito claro, casi involuntario, que de manera irresistible arrancó hasta al más indiferente del silencio y del abatimiento en el que se hallaban. Una muchacha, entre los que acababan de llegar, había dado un salto brusco y repentino. Y fue ella también la que, con los brazos extendidos como quien está a punto de desplomarse, y gritando estremecida «¡Robert, Robert!», se precipitó al encuentro de un joven que, apartado de los demás, había permanecido junto a las rejas de una ventana y ahora también corría hacia ella. Y aquellas juveniles siluetas ya habían prendido cuerpo contra cuerpo, boca contra boca, como dos llamas de un mismo fuego, ardiendo de forma tan tierna el uno junto al otro que las lágrimas derramadas de manera impetuosa por el arrobo del uno inundaron las mejillas del otro y sus sollozos surgieron como de una única garganta que reventara. Cuando se soltaron por un instante, sin poder creer que de verdad se tocaban y asustados frente a lo excesivo que les resultaba aquel destino por completo inverosímil, un nuevo abrazo volvió a unirlos de inmediato, si es posible de manera aún más abrasadora. Lloraron y sollozaron y hablaron y gritaron en un solo aliento, como si estuvieran totalmente solos en la infinitud de su emoción y por completo ajenos a todos los demás, que, sorprendidos y reanimados gracias a aquel asombro, se acercaron inseguros hacia ellos.
La joven había trabado amistad desde la niñez con Robert de L…, hijo de un alto funcionario municipal, y hacía unos meses que se habían prometido. En la iglesia ya se habían presentado las amonestaciones, y se había fijado su enlace justo para aquel día sangriento en el que las tropas de la Asamblea habían irrumpido en la ciudad. Entonces el deber obligó a su prometido, que había luchado en el ejército de Percy contra la República, a acompañar al general realista en su desesperada maniobra. Durante semanas no hubo noticias de él, y ella ya se había atrevido a imaginar que debía de haberse salvado pasando felizmente la frontera suiza, cuando de pronto un secretario del Ayuntamiento le informó de que unos soplones habían descubierto que se escondía en una casa de labranza, y que el día anterior lo habían conducido ante el tribunal revolucionario. Apenas se enteró la intrépida muchacha de la detención y de la indudable condena de su prometido, cuando, con esa mágica e incomprensible energía que la naturaleza concede a las mujeres en los instantes de supremo peligro, logró lo imposible: abrirse paso hasta los inaccesibles tribunos populares con el fin de pedir clemencia para su prometido. Collot d’Herbois, el primero ante cuyos pies se arrojó, la había despachado con acritud, diciendo que no concebía indulgencia alguna para con los traidores. Después había corrido a ver a Fouché, quien, de manera no menos dura que el anterior, pero más hipócrita en los medios empleados para no sucumbir a la emoción que le embargó al ver a aquella joven desesperada, mintió diciendo que le hubiera gustado interceder en favor de su prometido, pero que veía —y al decirlo, el taimado embaucador de almas echó un indolente vistazo a través del monóculo a una hoja cualquiera y sin importancia— que Robert de L… ya había sido fusilado aquel mismo mediodía en los campos de Brotteaux. El muy astuto logró engañar por completo a la joven, quien de inmediato creyó que su prometido estaba muerto. Pero, en lugar de entregarse como cualquier otra mujer a un dolor inerme, indiferente frente a una existencia que para ella carecía ahora por completo de sentido, se arrancó la escarapela del cabello, la pisó con ambos pies y, a gritos, de modo que su voz retumbó a través de todas las puertas abiertas, llamó a Fouché y a sus hombres —que corrieron hacia allí a toda velocidad— miserables vampiros, verdugos y cobardes criminales. Y mientras los soldados la maniataban y la arrastraban fuera de la habitación, la joven aún pudo escuchar cómo Fouché dictaba a su secretario, un hombre picado de viruelas, la orden de detención contra ella. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com