Climas (fragmento)André Maurois
Climas (fragmento)

"Hacia fines de febrero, quise pasar algunos días en la montaña, pero me hizo volver un telegrama en el que me anunciaron que mi padre había tenido una nueva congestión. Al entrar en su habitación, lo encontré agonizante. Mi madre lo cuidaba con una devoción admirable. Recuerdo que, durante la última noche, cuando ya él había perdido el conocimiento, la vi de pie al lado del cuerpo inerte, enjugando su frente, humedeciendo aquellos pobres labios torcidos; me asombró la serenidad que conservaba en medio de un inmenso dolor y me dije que debía esta calma al sentimiento de la perfección de su vida. Una vida como la de mis padres me parecía muy bella y casi imposible de comprender. Mi madre no había perseguido ninguno de los placeres que anhelaba Odile y la mayor parte de las jóvenes a quienes yo conocía; desde muy joven, había renunciado al romanticismo y a los cambios en la vida. Ahora, hallaba su recompensa. Efectué, entonces, una dolorosa marcha hacia atrás en mi propia vida. Hubiera sido dulce imaginar, al fin de este difícil viaje, a Odile de pie a mi lado, enjugando mi frente ya húmeda por los sudores de la agonía, una Odile de cabellos blancos, dulcificada por la edad, habiendo dejado muy atrás las tormentas de su juventud. ¿Estaré solo algún día ante la muerte? Mi deseo es que esto ocurra lo antes posible.
No tuve noticia alguna, ni aun indirecta, de Odile. Me había dicho que no me escribiría porque suponía que mi dolor había de calmarse más pronto con un silencio absoluto. Ella había cesado ya de ver a nuestros amigos comunes. Y suponía que había alquilado un pequeño hotelito cerca del de François, pero no estaba seguro. Por mi parte, me había decidido a abandonar nuestra casa, demasiado grande para mí solo y que tenía para mí demasiados recuerdos. Hallé un pequeño y agradable piso en la calle Duroc, en un viejo hotel, y me esforcé en amueblarlo tal como le hubiera gustado a Odile. ¿Quién sabe? Quizás un día, dolida y desgraciada, acudiese a pedirme amparo. Con el traslado encontré numerosas cartas escritas por sus amigas. Las leí. Tal vez hice mal, pero no pude resistir el vivo deseo de saber. Ya le he dicho a usted que eran cartas afectuosas, pero inocentes.
Pasé el verano en Gandumas y en una soledad casi completa. No podía hallar un poco de calma excepto cuando me tendía sobre la hierba, lejos de la casa. Entonces, me parecía que se habían roto todos los lazos que me unían a la sociedad, y que, por unos instantes, volvía a establecer contacto con necesidades más profundas y verdaderas. ¿Valía tanto sufrimiento una mujer…? Los libros volvían a sumirme en mi sombría meditación; no buscaba en ellos más que mi dolor y escogía, casi a pesar mío, aquellos que podían hacerme recordar mi triste historia.
En el mes de octubre, volví a París. Algunas jóvenes adquirieron la costumbre de visitarme en mi casa de la calle Duroc, atraídas, como todas las mujeres, por la soledad de un hombre. No quiero hablarle a usted de ellas; no hicieron más que pasar por mi vida. Lo que debo hacer constar ante usted es que, sin ninguna clase de esfuerzo, y no sin sorpresa, recobraba la actitud de mi juventud. Me comportaba lo mismo que con mis amantes en el tiempo anterior a mi matrimonio; las asediaba por juego, divertido al comprobar el efecto de una frase o de una actitud audaz. Ganada la partida, las olvidaba y buscaba otra para volver a empezar. "



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