Rey de gatos (fragmento)Concha Alós
Rey de gatos (fragmento)

"Y ocurrió. Fue una noche de aquel mismo verano, con una música de grillos desatada, palpitante como un zumbar de oídos. Dos ojos, los del leproso, me miraron ardientemente desde lo negro y yo intuí en seguida que aquello ya no era la probable mentira de las manchas de la pared ni las presencias inciertas del fondo del espejo. Por primera vez iba a tropezarme con la realidad. Estaba tan segura de ello como de que iba andando hacia el Sándwich y tenía que atravesar aún toda la calle Soldado Ruiz, tan oscura, con las bombillas reventadas por culpa de aquellos cafres del preu. Eso decía la gente que eran los estudiantes, pero yo adivinaba que las destrozaban ellos en corros salvajes y desesperados. Envueltos en vendas purulentas, hambrientos, porque nadie quería darles pan, ni agua, porque todos huían con un «Dios te remedie» o les tiraban piedras, esas mismas piedras que lanzaban luego ellos contra las luces para que todo quedara oscuro, solo con el desigual frenesí de la candelilla de las ánimas. Sí, eran ellos, multitud de leprosos con pedruscos, bailando, sollozando, riendo, cantando a gritos: «¡Impuro! ¡Impuro!…». Borrachos, tambaleándose, cayendo por los suelos.
Se apoyaba en la agrietada pared de la posada del Gordo, apuntalada con vigas desde que la desalojó el ayuntamiento porque dijeron que amenazaba ruina. Eché a correr sintiendo que las tinieblas se me enganchaban en los pies y me querían frenar. De la cesta se escapó volando la servilleta y quedó toda extendida, cuadrada, al lado del bordillo. No me paré a recogerla porque a mis espaldas se sentía ya el resuello ronco y enorme, como de toro, y un latir cordial apresurado por la carrera. Llegué al Sándwich sin aliento, trémulas las manos. Mi padre sumaba en el libro del debe y del haber, dentro de aquella garita de vidrio casi zoológica. Una obcecada mariposa de abdomen peludo y gordísimo chocaba una vez y otra vez contra la lámpara, caía al suelo, levantaba de nuevo el torpe vuelo… En un rincón del bar el único cliente daba lengüetazos reflexivos a una cuchara colmada de Chateaubriand de merengue. Le entregué la cesta a mi padre que, distraídamente, preguntó por la servilleta. Después dijo: «Tu madre solo sabe guisar patatas. Todos los días de Dios, patatas». Detrás de sus gafas su mirada opaca resbaló con el dobladillo de mi falda. Yo me senté de cara a la puerta, junto al velador donde colocaban los periódicos. Manolo el camarero secaba vasos: «¿Qué hay?», saludó. Yo sonreí, pero él ya se había vuelto para conectar la televisión. Unas rayas veloces, inútiles, cruzaban la pantalla de derecha a izquierda. Nacían y morían. Manolo dijo: «Es una birria. Falla. La semana pasada, igual». «¿No vino todavía el técnico?», preguntó la señora Irene. «Sí, pero aún la dejó peor». Desenchufó y en el Sándwich aterrizó plano y excesivo el silencio. Al momento comenzó a oírse el sereno reptar de la escoba que manejaba la señora Irene. A lo mejor se asoma, pensé entonces. Pero enseguida me tranquilicé: con la cara destrozada, sin nariz, ¿cómo iba a atreverse?
La escoba arrastraba serrín mojado que de amarillo se había vuelto pardo y se mezclaba con colillas y palillos, hacía crujir un envoltorio de chocolate lleno de estrellas. «¿Qué, cómo van esos estudios? ¿Te dieron ya las notas?», preguntó la señora Irene. Mi padre contestó con la boca llena que yo había tenido dos notables. Ella paró de barrer y apoyó la barbilla en el mango de la escoba. Explicó que a su hijo pequeño le habían suspendido las matemáticas pero que Santiaguín había sacado todo con matrícula de honor. Siguió hablando de sus hijos, elogiándolos. Llevaba un peinado alto, duro y negro. Los labios de papá se estiraban hacia las orejas en un gesto fofo que igual podía revelar orgullo, condescendencia, que un profundo sentimiento de estafa. Trabajaba todo el día en los Astilleros del Puerto y por la noche llevaba las cuentas del Sándwich. Cuando la guerra civil lo ascendieron a capitán «por méritos en campaña» y alguna sobremesa aún se animaba narrando historias de moros y falangistas, la batalla del Ebro. Pero mamá lo cortaba, se le reía a la cara diciendo que aquello era agua pasada pues ahora él no era nadie. "



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