Sombras en el paraíso (fragmento)Erich Maria Remarque
Sombras en el paraíso (fragmento)

"Dormí mal aquella noche y salí temprano del hotel, demasiado temprano para empezar mi trabajo en casa de Silvers. Fui en el autobús de la Quinta Avenida hasta la parada del cruce con la calle 83, con el propósito de visitar el Museo Metropolitano. Aún estaba cerrado. Crucé el Central Park detrás del museo hasta el monumento a Shakespeare, continuando luego por la orilla del lago hasta el monumento a Schiller, cuyo aspecto era igualmente el de un intruso; quizá había sido inaugurado hacía decenas de años por un emigrante alemán. En la actualidad estaba embellecido por un erótico: presentaba el dibujo en pintura roja de un apretado y altivo trasero femenino en el momento de ser violado por un hombre que lucía gafas. El dibujo no carecía de mérito, pero era bastante inadecuado para el autor de La Doncella de Orleáns. Seguí mi camino y poco después fui abordado por un elegante barbudo; en el primer momento pensé que quizá se trataba del pintor, pero cuando me preguntó si había desayunado, caí en la cuenta de que me había encontrado con un lírico homosexual y le despaché. Entretanto, ya era hora de entrar en el museo. Lo había visitado varias veces. Me recordaba la época de mi estancia en el Museo de Bruselas, y me la recordaba, aunque parezca extraño, más por el silencio reinante que por ninguna otra razón. El enorme y atormentado aburrimiento del primer mes que pasé allí, la tensión monótona, el miedo constante de ser descubierto, que fue convirtiéndose paulatinamente en una especie de costumbre fatalista, todo esto parecía haberse hundido tras la línea del horizonte. Permanecía únicamente el inquietante silencio, este sentirse independiente de cualquier circunstancia, esta existencia en el tranquilo núcleo de un tomado que, envuelto siempre por el torbellino de la tempestad parecía ocultarse perpetuamente en una zona de calma, donde ninguna vela se hinchaba ni siquiera se movía.
La primera vez me sobrecogió el miedo a rememorar todo lo pasado, pero fue como si este museo de Nueva York me reservase la misma calma protectora. Ninguna evocación me asaltó mientras paseaba vacilante por las salas. La paz, emanada incluso por las paredes de las cuales pendían encarnizadas batallas y que tenían algo curiosamente metafísico, algo del despego de la eternidad —esta paz inconcebible del pasado, que era paz precisamente por el hecho de hallarse tan lejana, esta paz de la cual habló el profeta cuando dijo que Dios estaba en la calma y no en la tempestad—, esta paz transparente lo mantenía todo a raya, no permitía a la guerra transponer las paredes ni tronar en las salas, y también parecía protegerme a mí. Aquí, en estas salas, yo había conocido súbitamente el ilimitado y puro sentido de la vida que los indios llaman samadhi y que no se olvida jamás, independientemente de si la visión perdura o no, después de haberlo vislumbrado como un chorro vertical entre los ojos, y haber sido penetrado por él. Lo que perdura es el reflejo de la mágica ilusión del mundo: que la vida es eterna y que nosotros vivimos eternamente si logramos despojamos de la piel de serpiente del Yo y aprender que la muerte es una transformación. Yo tuve esta ilusión ante el Paisaje de Toledo, el sublime y tenebroso paisaje de El Greco, que estaba colgado junto al cuadro de mayores proporciones de El Gran Inquisidor, este benévolo antecesor de la Gestapo y de todos los verdugos del mundo. Yo ignoraba si existía una conexión entre ambos, pero durante aquel segundo revelador sentí que todo y nada tienen una conexión y que esta conexión no es más que una muleta humana, en parte una mentira y en parte una verdad ininteligible. Pero, ¿qué es una verdad ininteligible, sino una mentira ininteligible? "



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