La otra verdad (fragmento)Alda Merini
La otra verdad (fragmento)

"Alrededor no había más que una sensación de oscuridad e incertidumbre. La inquietud era aplastante. Paralizaba todos mis movimientos. No obstante, creí haber encontrado una vía de escape dentro de aquella oscuridad.
Agudizaba mi oído ante los posibles ruidos, los sonidos, el dibujo del alba. Nada que me apabullara, que me involucrase. Mi caparazón debía ser un hueso durísimo, impenetrable. Entonces me acurrucaba en el suelo, victoriosa, con el propósito de volver a combatir. Aquella no era sino una pausa; no podía ser más que una pausa secreta. Yo quería que la vida me acariciase, que me ofreciera sus lazos más conmovedores. En aquel momento había perdido incluso la idea del pecado; por lo tanto saltaba incluso esta censura. Y así, acurrucada en el suelo, pensaba que se trataba de una condición provisional; nunca hubiera imaginado que esta condición traspasaría el tiempo como un cuchillo, que hasta lo hubiese quebrado. Y así tantas veces lloraba de tristeza, de incapacidad, por aquel ligero viento cruel que me congelaba la frente. La institución era un lugar de gran pena, donde el carrito de las medicinas pasaba para hacerte creer en una ayuda inexistente. Entonces saltaba como un animal desde mi litera y corría, corría hacia el carrito, y lo derribaba, y después era castigada con una dosis fuerte de Largactil. Yo no quería que las otras enfermas tomasen aquellas porquerías; no quería que creyesen en la salvación a través de los fármacos. Y por eso me consideraban una enferma rebelde.
Las enfermeras redactaban diariamente un informe. Contaban, de cada una de nosotras, cómo habíamos pasado la noche; si habíamos «molestado». La molestia era el insomnio, la angustia. Estas cosas nos molestaban a nosotras, no a las enfermeras. Pero nosotras éramos seres capaces de causar «molestias», y eran registradas puntualmente. No habíamos dado tiempo a las enfermeras para emperifollarse a gusto, depilarse las piernas, y así, pobres de nosotras, recibíamos la sanción del día. Se nos prohibía todo; incluso sufrir de insomnio. Y el insomnio nos visitaba a menudo, como visita a cualquier persona sobre esta tierra. Era un insomnio extraño, quizá porque no estábamos cansadas. De todos modos era insomnio, y allí se curaba con fuertes electrochoques. Por eso muchas noches yo me quedaba mirando el techo y no decía nada. Pero hacia el alba, después de una noche en vela, lloraba en silencio.
Teníamos un médico de guardia que parecía salido de las filas de las SS; de hecho, este hombre con una enorme cabeza que parecía un melón, y que era de origen germánico, transmitía una crueldad sin límites, y una sensación de sadismo verdaderamente infantil y patológica. Se movía todo el día con su bicicleta mirando sigilosamente al otro lado de los arbustos, para ver si algún enfermo era «susceptible de castigo». Era un ser detestable que en cierto momento se enamoró de la enfermera de nuestra sección, la más guapa, la más rubia. Y ella era tan tímida y estaba tan asustada de aquel grandullón que, cuando lo veía, intentaba escapar. Pero él tenía un estilo tan pegajoso, como el Tragafuegos de Pinocho, que a ella no le quedaba otra que quedarse a oír, con los ojos bajos, fijos sobre el carro de las medicinas, escuchando las insinuaciones amorosas que llegarían a ser obscenas, o que quizá querían ser dulces, pero que, dichas por esos labios tan finos y sarcásticos, no escondían otra cosa que cobardía. Este hombre venía cada día a nuestra sección para verla, y todos estábamos asustados hasta que, ¡gracias a Dios!, un día se cayó de la bicicleta y murió en el acto. Cuando se habla de la justicia divina…
Este hombre terriblemente cruel, cuando una de nosotras estaba mal, comenzaba a darle medicamentos, de un tamaño y una cantidad digna de un caballo. Pertenecía obviamente a la vieja psiquiatría donde los enfermos eran atados por las muñecas y los tobillos con arneses de hierro. Estuve viendo justamente ayer una recopilación histórica muy reveladora. Esos arneses fueron sustituidos después por correas de cáñamo, igualmente vejatorias y represivas. También los medicamentos tenían el mismo efecto de denigrar y embrutecer al enfermo. A esta tremenda y silenciosa tarea, este hombre le era extremadamente fiel. "



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