No todos los hombres habitan el mundo de la misma manera (fragmento)Jean-Paul Dubois
No todos los hombres habitan el mundo de la misma manera (fragmento)

"Ver un partido de hockey en la cárcel es un deporte en sí mismo que requiere cierta preparación como se practique al lado de Patrick Horton. Cuando marcan los Canadiens de Montreal, se arroja encima de los compañeros que tiene más cerca y los amasa con ambas manos. Pero cuando les meten un tanto, aporrea a esos mismos compañeros como si fueran irrompibles. Precisamente, esta noche hemos visto a los Canadiens contra los Maple Leafs de Toronto, dos equipos rivales cuyos encuentros rara vez terminan sin sutiles stickazos y contundentes body checkings. Esta noche, a pesar de haber contribuido a la victoria de su equipo, dos jugadores de los Leafs, Phaneuf y Armstrong, me han parecido especialmente brutales. «¿Qué brutales ni qué brutales? No me lo puedo creer. No sé ni por qué hablo de hockey contigo, que no tienes ni puta idea. Así que no me toques las pelotas. Phaneuf es el mayor cabronazo que te puedes encontrar en una pista. Phaneuf es una trituradora. Con él más vale cambiar el palo por un bate de béisbol o una hachuela. Esta noche, todas las broncas las ha provocado él. Y Armstrong, otro que tal. Él es la segunda cuchilla. Si te libras de Phaneuf, Armstrong te empala. A esos tíos habría que mandarlos al polo, a jugar con los osos, no en la NHL.»
Para relajar el ambiente después del partido, también vimos un documental sobre deportes célticos y el lanzamiento de cáber. Unos tíos que proyectan lo más lejos posible troncos de entre 5 y 7 metros que pesan entre 100 y 110 kg. «En lugar de joder a los árboles, mejor sería que mandasen a tomar por culo a Phaneuf y Armstrong.»
Recuerdo que mi padre y yo vimos unos cuantos partidos de hockey en 1969, durante la copa del mundo que se celebró en Suecia y que se emitió por televisión. En Toulouse, claro está, no era un deporte muy popular, pero los orígenes escandinavos de Johanes, que no se perdía ni un encuentro, me sirvieron para familiarizarme con las principales reglas del juego. Hubo un enfrentamiento extraordinario entre la URSS y Checoslovaquia, cuando ni siquiera había pasado un año desde que los tanques rusos invadieran Praga. Después de un partido alucinante, una verdadera batalla sobre hielo, los checos ganaron por 4 a 3, pero como los rusos tenían el mejor golaveraje de todos los equipos, se proclamaron campeones del mundo. Los jugadores, desobedeciendo a lo establecido en el reglamento, se negaron a estrecharles la mano al final del encuentro. En la entrega de medallas, cuando sonó La Internacional, la televisión checa cortó el sonido. Y cuando los soviéticos subieron al podio, también desapareció la imagen.
Hace un rato, intenté contarle a mi compañero de piso esta historia que me marcó. «¿A qué viene eso? Me la sudan esos ruskis tuyos del 69. Todo eso ya me lo sé. ¿Y qué tiene que ver con Phaneuf y Armstrong? Para empezar, ¿de dónde es tu padre? ¿Dinamarca? Hostia, me viene al pelo. ¿Sabes contra quién jugaron los daneses el primer partido oficial, en 1949? Contra Canadá, majete. ¿Y tienes idea del marcador? 49 a 0. Así que no te las des de listillo con los tanques rusos y tal y cual. En historia y en política, vale que soy un negado. Pero en hockey me sé todos los resultados de Canadá, todas las medallas y todos los jugadores. Venga, va, pregúntame algo. ¿Cuántos campeonatos del mundo ha ganado? Ahora, veinticuatro. ¿Cuántos Juegos Olímpicos? Siete. ¿La mayor victoria? Ya te la he dicho, contra los payasos de tu viejo. ¿La peor derrota? En 1977, contra los jodidos soviets, 11-1. ¿El mejor marcador de todos los tiempos? Wayne Gretzky. ¿Te vale ya o quieres más? ¿Te ha quedado claro? Pues hala, a ordenar tu cuarto.» Dicho lo cual, hizo ese gesto algo ridículo habitual en los ambientes deportivos, ese gesto que simula estar tirando de una señal de alarma con la mano derecha mientras el que lo hace esboza una mueca mordiéndose el labio de abajo. «Paul, el hockey, para entenderlo de verdad, tienes que mamarlo, tienes que congelarte las pelotas a los cinco años en la pista del barrio, no sentir los dedos cuando vuelves a casa, llevarte una hostia porque te has dejado el palo tirado en el vestíbulo, y, cuando juegas, saber darlas pero también recibirlas, y, sobre todo, querer romper el hielo cada vez que te pones los patines. ¿Has patinado alguna vez?» No me atreví a decirle la verdad y, tal y como me lo había pedido, seguí ordenando mi cuarto. "



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