Diario irlandés (fragmento)Heinrich Böll
Diario irlandés (fragmento)

"Siguió adelante, tambaleándose, escapó asustado el muchacho y la dueña se quedó sola. Le corrieron de repente las lágrimas por la cara y se metió gritando en casa; se cerró la puerta tras de ella, se oían todavía sus gritos.
No había levantado todavía el Océano sus caritativas aguas, los muros sucios y desnudos todavía, las gaviotas no lo suficientemente blancas todavía. King John’s Castle se levantaba, lúgubre, en la oscuridad, una atracción turística en la que se adentraban las monumentales casas de vecindad de los años veinte, y las casas de vecindad del siglo veinte tenían un aspecto más ruinoso todavía que el King John’s Castle del trece; la macilenta luz de las débiles bombillas nada podía contra la maciza sombra del castillo, acre oscuridad inundándolo todo.
¡Diez chelines por seis gotas de vinagre! El que vive la poesía en vez de hacerla paga el diez mil por ciento de interés. ¿Por dónde andaba el sombrío borracho ensangrentado cuyo cordel había bastado para la chaqueta pero no para los zapatos? ¿Se había tirado al Shannon, a la espumeante garganta gris entre los dos puentes que las gaviotas utilizan de tobogán gratis? Trazaban incansables círculos en la oscuridad, descendían hasta las grises aguas, de puente a puente, alzaban el vuelo para repetir el juego; infinitamente; incansables.
Brotaban cantos desde las iglesias, voces recitando la oración nocturna, taxis que traían pasajeros del Shannon-Airport, autobuses verdes se mecían en la gris oscuridad, cerveza negra y amarga fluyendo a chorros por detrás de las ventanas veladas de las tabernas. «Nube púrpura» tiene que ganar.
Púrpura era el brillo del enorme Corazón de Jesús en la iglesia, después de las vísperas; ardían los cirios, rezaban los rezagados, incienso y calor de cirios; silencio, sólo interrumpido por los pasos arrastrados del sacristán que arreglaba las cortinillas de los confesonarios, vaciaba los cepillos. Y el brillo púrpura del Corazón de Jesús.
¿Cuánto vale ese pasaje, cuánto hay que pagar por esos cincuenta, sesenta, setenta años desde el muelle que se llama nacimiento hasta aquel lugar del Océano donde se produce el naufragio?
Parques limpios, monumentos limpios, calles negras, severas, correctas; en cualquier sitio, por aquí, nació Lola Montes. Escombros de los tiempos del levantamiento, todavía no transformados en ruinas, casas tapiadas detrás de cuyas tablas negras corretean las ratas, almacenes violentados cuyo derribo se dejó a merced del tiempo, barrillo verde-gris en los desnudos muros y la negra cerveza corriendo a la salud de «Nube púrpura» que no va a ganar. Calles, calles inundadas momentáneamente por todos aquellos que salen de las vísperas, calles en las que las casas parecen volverse cada vez más pequeñas; muros de cárceles, muros de conventos, muros de cuarteles; un teniente que vuelve del servicio y deja la bicicleta delante de la puerta de su casa, su minúscula casita, y tropieza en pleno umbral ya con sus hijos.
Otra vez incienso, el calor de los cirios, silencio, devotos que no pueden separarse del Corazón Púrpura de Jesús, exhortados suavemente por el sacristán a que se vayan de una vez a casa. Sacudidas de cabeza. «Pero…», multitud de argumentos que susurra el sacristán. Sacudidas de cabeza. Pegados al reclinatorio. ¿Quién es capaz de contar las oraciones, las maldiciones, quién tiene el contador Geiger capaz de registrar las esperanzas que se concentran esta noche en «Nube púrpura»? Cuatro esbeltos corvejones sobre los que pesa una hipoteca que nadie va a poder redimir. Y si «Nube púrpura» no gana, hay que ahogar la pena en la misma cantidad de negra cerveza que sirviera antaño para alimentar la esperanza. Las canicas rebotan todavía contra los gastados peldaños de la taberna, contra los gastados peldaños de iglesias y despachos de apuestas.
Descubrí más tarde la última botella de leche inocente, tan virginal todavía como de mañana; a la puerta de una diminuta casita con los postigos cerrados. En la puerta de al lado una mujer de edad y cabellos grises, desaliñada, sólo el cigarrillo era blanco en su rostro. Me quedé parado. "



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