Días turbulentos (fragmento)Ángel Oliver
Días turbulentos (fragmento)

"Juan se estremeció, y en la obscuridad su rostro se contrajo. Aquel pensamiento de Chedes dejaba el alma de la joven al desnudo, y tanta credulidad le pareció dramática. Recordó entonces a Emilio, hijo de Casilda, la amiga pobre de su madre. Emilio era seminarista en Mondoñedo, muy cerca ya del curato. La madre de Juan había pagado todos sus estudios. Emilio y Juan, de la misma edad, habían tenido una niñez común, y Juan, mucho más fuerte, le había pegado con frecuencia. Emilio era muy sereno y nada cobarde, y no se quejaba. Tampoco mentía. Juan guardaba de sus años primeros un recuerdo algo irritado y antipático de Emilio, a causa del carácter entero e indomable del seminarista. El verano anterior se habían visto y hablado como si fuesen muy amigos. Y ya ausente Emilio, Casilda, su madre, dijo delante de Juan que Emilio siempre se estaba acordando de su amigo de la infancia, su mejor amigo de toda la vida. Y esto, que parece no tener gran importancia, impresionó a Juan hasta avergonzarle, pues nunca había supuesto que Emilio fuese algo más que un conocido para él. Desde entonces, al pensar en el seminarista, recordaba su afectuosa ingenuidad, sus atenciones, su tolerancia, y se le encendía el rostro de vergüenza, pareciéndole que estaba en deuda con él.
Y aquella tarde le ocurrió lo mismo con Chedes. Estaba avergonzado de su egoísmo. Cuando se despidieron, en el portal, tuvo para la joven muchas caricias y sugirió un plan para que asistiesen juntos a un baile de máscaras. Y Chedes se retiró casi llorando de agradecimiento y llena de ilusiones.
Al dejar a Chedes en su casa, comprendió Juan con amargura que se había complicado la vida irremisiblemente. Se sabía incapaz de romper sus relaciones, y le angustiaba sólo el pensarlo. Parecía estar viendo ante sí una vida llena de sacrificios, renunciaciones y trances humillantes. Imaginar las habladurías de la sociedad a que pertenecía por su nacimiento le daba vértigo, y lo que tan sencillo le había parecido cuando alcanzaba a los demás, esa ley fría de las castas que lo permite todo menos el escándalo, para sí la creía inaplicable. No comprendía cómo tantos otros habían zanjado su primera aventura amorosa, llevándose de ella sólo unos cuantos recuerdos alegres, salpicados de obscenidad en las charlas de casino. La corta experiencia de Juan no daba para más, y así no podía caer en la cuenta de que en las charlas de casino privaban por igual la mentira y una especie de cobardía glorificada. Ni alcanzaba a ver que todas las mujeres no eran tan hermosas ni tan buenas como Chedes. Ni sabía que para deshacerse de una mujer es necesario envilecerla, si ella no lo hace antes. Ni que en su tiempo, repleto de artificioso lirismo, de restos deformados de un romanticismo importado y ramplón, las más respetables formas sociales estaban especialmente confeccionadas para defender esa formal bestialidad de los de arriba. Juan no podía saber tantas cosas a los veintidós años y por eso no daba con un pensamiento consolador. Estaba lleno de estupor y dolorido.
Xurelo aún no había cerrado la tienda. Una vez dentro, Juan se arrepintió de haber ido, pues el padre de Chedes estaba solo. Fumaron silenciosamente. Juan apoyó un codo sobre el mostrador y curioseó con indiferencia el colorido de las estanterías, llenas de madejas y piezas de tela. Detrás de las vidrieras, en el pequeño escaparate, posaban ordenadamente un sinfín de baratijas y frascos de perfume. Juan suponía a Leira contento de su tenducho, y en esto no andaba descaminado, pues Xurelo no lo hubiese cambiado por la joyería más lujosa de Madrid.
Leira fue silenciosamente a un pequeño cuarto interior y regresó con una gran llave, la barra de seguridad de la puerta y un candado corriente. Juan siguió atentamente sus movimientos y se dijo que Chedes no se parecía en nada a su padre. Al imaginar que no fuese hija de él tuvo la tentación de una sonrisa, pero se contuvo inmediatamente, reprochándose su maldad. "



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