Páradais (fragmento)Fernanda Melchor
Páradais (fragmento)

"Todo era pura guasa del gordo, pensaba Polo; puro cotorreo nomás, puro hablar pendejadas al calor de los tragos, o al menos eso había pensado al principio, durante las primeras piedras que se pusieron en el muelle, en la parte más oscura del pequeño embarcadero de madera que corría paralelo al río, justo donde las luces de la terraza no alcanzaban a llegar y las sombras de las ramas del amate los protegían de las miradas del vigilante nocturno y de los habitantes del residencial, especialmente de los abuelos de Franco, a quienes según él, les daría una embolia si llegaban a cachar al niño consumiendo bebidas alcohólicas y fumando cigarros y sabría Dios qué otras porquerías, y lo peor de todo, en compañía de un miembro del servicio, como decía el imbécil de Urquiza para referirse a los empleados del fraccionamiento: nada más y nada menos que el jardinero del residencial; un escándalo mayúsculo, un total abuso de confianza que Polo pagaría con su chamba, cosa que en realidad no le importaba tanto pues felizmente se largaría de aquel maldito fraccionamiento para no volver jamás; el pedo era que tarde o temprano tendría que volver a casa a echarse un tiro con su madre al respecto, y aunque esa perspectiva le parecía detestable —si no es que al chile francamente pavorosa—, Polo era incapaz de resistirse. No podía decirle que no al marrano cuando éste le hacía señas desde la ventana; no quería dejar de empedarse en el muelle aunque el chamaco idiota le cagara, aunque ya lo tuviera harto con las mismas babosadas de siempre y su eterna obsesión con la vecina, de quien el gordo se había enamorado sin remedio a primera vista aquella tarde a finales de mayo cuando los Maroño llegaron al residencial Páradais a recibir oficialmente las llaves de su nuevo hogar, a bordo de una Grand Cherokee blanca, la propia señora Marián al volante.
Polo se acordaba bien de ese día; le hizo gracia ver a la doña manejando y al marido relegado al asiento del copiloto, cuando la ventanilla descendió con un zumbido y un vaho de aire gélido le golpeó el rostro sudado. La mujer llevaba lentes oscuros que escondían por completo sus ojos y en cuya superficie Polo podía verse reflejado, mientras ella le explicaba quiénes eran y qué hacían allí, su boca pintada de rojo escandaloso, los brazos desnudos cubiertos de brazaletes plateados tintineaban. "



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