Historia de un otoño (fragmento)José Jiménez Lozano
Historia de un otoño (fragmento)

"¿Y los hombres? Mataban a los de su sexo si les negaban el saludo, pero soportaban, abyectamente, que las bellas damas se les mostrasen desdeñosas. Suplicaban, lloraban, se negaban a comer, no dormían. También ceñían su cuerpo hasta estrujarlo, se vestían de abultadas artificiales braguetas de sementales, rellenas de paja, hacían agotadores ejercicios de esgrima y de carrera, mientras sus damas guardaban en la misma arqueta los dineros con que las mantenían y las encendidas cartas de algún guapo mozo que había tenido que suplicar menos que ellos.
«Mejor es no pensar en las abyecciones de muchas alcobas», se dijo también el cardenal. Pero, por la confesión, sabía muy bien en cuánto se parecían, con frecuencia, las alcobas a las cámaras de tortura o a las misas negras. El amor de las bestezuelas de Dios era más puro. Porque no era complicado. Y los señores casuistas se habían perdido en ese laberinto de los lechos.
Todavía estaba en el recuerdo de todos la leyenda de los terribles ritos de la Montespán para ganarse al Rey. Pero la verdad —como lo sabía muy bien Monseñor de Noailles— era más terrible que la leyenda. Apenas había sido capaz de comenzar a leer los papeles del proceso, que estaban en la Bastilla. Allí, se contaba todo con la frialdad, esta vez viscosa, de la prosa curialesca.
Madame de Montespán había entrado en contacto con Catalina Monvoisin, llamada La Voisin por las gentes, que comenzaba apenas la carrera de la brujería, pero que ya tenía cierta fama. Era una morena de treinta años, de aspecto un tanto vulgar, pero nada terrible. Vivía en la calle Bouregard y, junto a la casita, tenía un jardín. Su oficio, como decían las gentes, era «el de ayudar a venir al mundo a los niños y el de ayudarlos a salir de él, si fuera preciso»; y, en el jardín, se había hecho edificar un horno donde quemaba los pequeños cuerpecitos y los fetos y un depósito de huesos para los embrujos, además de un laboratorio en el que se fabricaban cirios de grasa humana. Era la amante de un sacerdote renegado, el Abate Guibourg; y, cuando supo que la marquesa, que se presentó, naturalmente, con una máscara en la cara, pero que no ocultaba su alto rango, pretendía un filtro de amor, La Voisin pensó en seguida en una misa negra.
La ceremonia se celebró en la capilla del castillo de Villeboussin toda tapizada de negro, con una cruz blanca sobre el tabernáculo. Las vestiduras del altar también eran negras y la blanca casulla y el alba del oficiante ostentaban igualmente puntillas negras y obscenos bordados de falos erguidos. La marquesa se tendió, completamente desnuda, sobre el altar, aunque sin descubrirse el rostro, y el oficiante, Guibourg, comenzó la ceremonia con un beso sobre su cuerpo. La habían colocado con los brazos abiertos y, en cada mano, sostenía un cirio de cera negra. "



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