El ruido del sol (fragmento)José María Sanjuán
El ruido del sol (fragmento)

"Y detrás su gente, con los ojos cansados, hinchados por el sueño, por el trasiego infernal de los viajes, de las carreteras, del vino y de las mujeres. (Éste acabará toreando casi sin terreno, como Belmonte..., dijeron de él una vez unos tipos en una taberna.) Porque él, Almonteño, también tenía los ojos saltones y oscuros, túrbidos, como dos globos a punto de reventar. Y al igual que su gente sentía dentro el peso del cansancio, de las muchas horas de trasiego, de hosterías, de mujeres, de vida sin pausas.
Encorvó su figura. Realmente no tenía buena planta. Espaldas anchas, cintura estrecha y unas caderas salientes, prominentes. Las piernas ligeramente arqueadas, duras y redondas a la altura de la pantorrilla, que terminaban en unos pies breves. Su piel era morena, casi negra y alrededor de sus ojos se le dibujaban unas bolsas violáceas que le daban a su rostro un aire más trágico, más vago y distante.
Un peón se acercó al Almonteño.
—Acuérdese del cuatrocientosdós, maestro.
Y entonces la música rompió la media tarde, sonaron los aplausos y el patio de caballos se llenó de un ruido de cascos de caballos y de un olor profundo de boñigas y sudor. Las miradas se cruzaron como si fueran cuchillos blancos, de hoja finísima. Y entonces, también, el Almonteño recordó al hombre de la camisa amarilla. Iniciaron el paseo.
Era un tipo sonriente, despreocupado y deportivo. Un buen tipo seguramente. Pero llevaba camisa amarilla y aquello al Almonteño lo descompuso. Fue, en verdad, una mañana bastante desgraciada. El secretario del empresario echó el sombrero sobre la cama y el torero sintió un escalofrío en el cuerpo. Luego, el hijo de don Miguel le dio fuego para encender el pitillo. ¡Y además el tipo de la camisa amarilla! ¡Maldita sea!
Casi al mismo tiempo bajaron sus cabezas recogiéndose las monteras. Saludaron a la presidencia.
Un aficionado, seguramente era un aficionado. Pero, ¿por qué no le habían advertido de la camisa amarilla? ¡Por la Virgen bendita de las Marismas!, si es el color del mal fario. Una vez, allá en Lima, al «Gaditano», que se compró un pañuelo amarillo, le cogió el toro y tuvo para dos meses. Y al hijo de aquel ganadero que se presentó en la tienta con un jersey amarillo lo corneó la vaquilla. ¡Y Ángel, su hermano, el torero que iba para figura... murió en la plaza después de...!
Al cambiar el capote de paseo por el de brega sintió el escalofrío, otra vez metido en el cuerpo.
Sonreía aquel tipo cuando entró en la habitación. Era un aficionado extranjero, lleno de vida, de esos que van echando sonrisas y entusiasmos por el mundo. ¡Claro, era un irresponsable, llevaba una camisa amarilla! ¡Había ido a ver al Almonteño con una camisa...! ¡Igual le pasó a Ángel, el hermano que iba para gran triunfador! Cuando entró en la habitación, sonriente y explosivo, dispuesto a abrazar al matador, al Almonteño le entró un temblor que lo paralizó por entero. Y el nudo en la garganta no le dejó decir ni una sola palabra. Chanito, que lo comprendió todo, tampoco pudo hacer nada. Se le atenazaron las manos, se le encogió el estómago. Y el tipo aquel seguía sonriendo sin darse cuenta de nada. "



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