Los infiernos de París (fragmento)Xavier de Montepin
Los infiernos de París (fragmento)

"Gaston se inclinó y sus labios rozaron la aterciopelada frente de la joven, cuya mate blancura cedió el sitio durante algunos segundos á una nube del rojo más vivo.
Gaston mismo experimentó una emoción significativa, una especie de estremecimiento, como si sus músculos y sus nervios recibieran la descarga de una pila de Volta débilmente cargada.
No pretendemos explicar este fenómeno diciendo que la esplendorosa belleza de la huérfana había herido al marido de Blanca en pleno corazón.
Tal explicación, plausible quizás, no sería conforme á la verdad. Y la verdad era esta: Ciertas mujeres, es imposible negarlo, desparraman á su alrededor una electricidad real y fácil de comprobar. No en vano la más encantadora, la más extraña, la más infernalmente adorable de las heroínas de Balzac, Esther Gobsek, la hija de la bella holandesa, había recibido de sus compañeras y rivales el sobrenombre de La Torpedo.
Laurence poseía también esta facultad bizarra, que hasta, entonces había permanecido latente, y que acababa de revelarse por primera vez bajo el beso de Gaston.
—¿No es verdad, Laurence, no es verdad hija querida, que nos amarás mucho? —repuso la joven Marquesa besando de nuevo á la huérfana.
—¿Si os amaré? —respondió ésta con exaltación—. ¡Sí, más que á todo el mundo! mil veces más que á mi vida y tanto como á Dios mismo.
—¡Ah! ¡querida hija! —exclamó Blanca con un transporte que no cedía en nada al de Laurence— ¡bendito sea el día en que viniste á ser mi hija!
Una conversación empezada de aquel modo no podía dejar de llegar bien pronto á las alturas del lirismo más desenfrenado.
Hagamos gracia á los lectores, de la fatiga de un viaje por los cielos, como burlonamente se dice hoy, y dejemos transcurrir un intervalo de seis siete meses.
Durante este tiempo ningún acontecimiento de importancia vino á turbar la existencia uniforme y perfectamente calmada de los habitantes de la quinta de Auteuil. Aquella vida tan pacifica y tan dulce en su perfecta regularidad, parecía no ofrecer presa alguna á la desgracia, al menos á la que viniera por parte de los hombres.
Lejos de debilitarse por la sociedad, la loca ternura de la joven Marquesa por Laurence, y su necesidad imperiosa de tenerla siempre á su lado, no habían hecho más que aumentar de día en día.
Blanca no podía separarse un instante de la huérfana á quien no trataba como una hija, sino como una hermana.
La Marquesa, sabemos que tenía veintiocho años; pero también sabemos que no representaba más que veinte.
Laurence entraba en sus diez y siete años, y la gracia armoniosa de sus formas, la amplitud escultural de sus espaldas y pecho, no permitían creerla más joven de lo que en realidad era.
Sin sus ojos y cabellos negros que formaban un vigoroso contraste con los ojos azules y rubios cabellos de la Marquesa, hubiera sido fácil y natural tomarlas por hermanas.
Siempre que el tiempo lo permitía, Blanca y Laurence, sentadas una al lado de la otra, sobre almohadones de reps blanco, en una carretela descubierta, recorrían durante dos ó tres horas las avenidas del bosque de Boulogne, y los paseantes, deslumbrados, conservaban largo tiempo el recuerdo de aquellas dos mujeres tan distintas y tan encantadoras, un instante entrevistas y bien pronto arrebatadas por el trote regular de un rápido tronco.
La idea de que Laurence podía ser tomada por su hermana, llenaba de alegría á la Marquesa. Con el objeto de venir en ayuda de esta ilusión, quería que la joven fuese siempre vestida del mismo modo que ella. "



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