Lobos, perros y corderos (fragmento)José Luis Martín Descalzo
Lobos, perros y corderos (fragmento)

"En el silencio que siguió a sus palabras, David se dio cuenta de que, en realidad, era la primera vez que estaba a solas con una mujer. Salvo con sus hermanas y con sus tías. «Yo sí que soy —pensó— el príncipe que todo lo aprendió en los libros.» Su vida se había reducido a los claustros del seminario de Valladolid y a la galería de su casa. Las únicas ocasiones de posible contacto con el mundo —las vacaciones— las invertía, íntegras, en leer. Todas las imágenes que tenía de sí mismo se reducían a las de un niño, primero, o un adolescente, después, tumbado panza abajo, cuan largo era, en la galería de su casa. Apoyados los codos en el suelo y con la cara entre las manos, todo su mundo se reducía al avanzar de las páginas de los libros.
Pero es que, además, había logrado leerlo todo sin imaginarse nada. Una novela era para él una relación de almas, el teatro una lucha de ideas. El sexo no tenía así el menor acceso a su mundo interior. Era, incluso, capaz de leer una descripción erótica sin enterarse de otra cosa que de la forma en que el autor elegía los adjetivos. Él —o alguien en nombre suyo— había decidido que el mal, para él, no existiera.
Tal vez por todo ello la vocación sacerdotal había surgido en él tan natural como brotan las flores. Todo su mundo era interior. Su madre había creado un edén dentro de casa y no tenía necesidad de buscar fuera la felicidad que encontraba dentro. Le costaba, incluso, trabajo salir con los amigos. Y, si tenía que hacerlo, se encontraba extranjero en las calles. No era un muchacho aburrido. Quienes le conocían llegaban a juzgarle un chico extravertido, pero él bien sabía que, mientras reía con los amigos, la otra alma suya, la del solitario, comenzaba a gritarle: «¿Qué haces aquí? ¿Por qué pierdes tu vida en bagatelas?». Y lograba resistir esta voz veinte, veinticinco minutos. Luego le entraba un extraño nerviosismo para terminar siempre inventándose una disculpa y huyendo hacia alguna forma de soledad. Y, cuando estaba solo, respiraba tranquilo, como si acabara de escapar de un terrible riesgo.
Pero el mayor de los misterios era que su fisiología parecía haberse adaptado perfectamente a sus ideas. No era sólo que hubiera crecido con el más absoluto desconocimiento de su cuerpo, sino que, además, su cuerpo no parecía interesado en hacerse notar. Estaba resignado a vivir a la sombra del alma. Sus confesores se maravillaban de este muchacho que jamás se confesaba de masturbaciones. ¿Mentía? ¿O había en él otro tipo de tendencias quizá más peligrosas?
Mas en él nada había de asexuado y mucho menos de afeminado. Sus labios eran gruesos y carnosos y toda su vitalidad hacía ver en él, no sólo un hombre normal, sino alguien en cuya vida el sexo iba a jugar un papel muy importante. Un día —pensaban y al pensarlo temían por su sacerdocio— la naturaleza se tomaría la revancha, con lo que, al salir al mundo, tendría que torear todos los toros al mismo tiempo. "



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