El canto del gallo (fragmento)José Antonio Giménez-Arnau
El canto del gallo (fragmento)

"Su viaje aquí —¿qué edad tendría aquel Abad enjuto y seco, con cara de asceta y voz comprensiva, que le acababa de escuchar en confesión?— tiene dos objetivos totalmente distintos: primero, reproducir esta confesión que viene haciendo hace dos años, y segundo, solicitarme ingresar en la Cartuja. Son dos cosas totalmente diferentes que separaremos adecuadamente. De lo segundo hablaremos luego, después de la comida, en el claustro. Ahora no puedo hacer sino repetirle lo que ya, según me contaba, le dijo el señor Obispo en su primera confesión. Sus pecados han sido perdonados y su desesperanza es una nueva falta, hija quizá de aquellas que primero cometió. Yo podría contarle casos, para no repetirle ese de San Pedro que tantas veces le habrán recordado y habrá usted recordado, de gentes que después de horribles delitos obtuvieron el perdón, la gracia y la predilección divinos. Pero comprendo que las palabras le sirvan de poco. Usted obró mal, se hundió en el mal y frente a los hechos las palabras valen poco. Tendrán que ser hechos nuevos, violentos, decisivos, los que le prueben que otra vez Dios está con usted, que ha sido perdonado y que está limpio totalmente, como antes de que su mano se negase a ser la mano de un mártir absolviendo a aquel pobre moribundo, o aceptando ser la de un apóstata firmando blasfemias del nombre de Dios. Ahora, después que le absuelva, rece el Vía Crucis y piense que en la soledad de su dolor no es nada comparado con Quien fue abandonado de todos, mientras se torturaba su espíritu y su cuerpo, precio infinito con que Él compraba la salvación de quienes le martirizaban. Rece, y luego salga al campo y haga lo que le plazca hasta la hora en que coma con nosotros. Más tarde seguiremos hablando.
Hundió su cabeza y oyó las palabras de la absolución. Cuando abrió los ojos, ya el Abad se perdía, menudo y ágil, en el fondo de la iglesia gótica, desnuda y acogedora a un tiempo, solitaria pero no hostil. Rezó lentamente, minuciosamente, la penitencia impuesta y luego salió a un campo que tenía de jardín, de huerta y de cementerio. Algunos cartujos trabajaban y no prestaron la menor atención a su presencia. El día era un día pleno de primavera, que allí se percibía mejor que en las calles sórdidas de su barrio. Notó otra vez la misma impresión fisiológica que cuando por la mañana se alejaba en el tren. ¡Si aquello fuera posible, si Dios le admitiese en aquel camino! Poco importaba cualquier penitencia física, con tal de que él pudiese unirse a aquellos hombres que silenciosamente trabajaban la tierra mientras castigaban su cuerpo elevando el espíritu a Dios. Se alejó del convento hasta que tuvo la perspectiva suficiente para contemplar la Cartuja. Las vidrieras de la iglesia le hacían guiños en los más distintos colores, como animando la esperanza que él alimentaba de poder terminar su azarosa vida de pecador en aquel limpio refugio. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com