Las pasiones artificiales (fragmento)Carlos Martínez-Barbeito
Las pasiones artificiales (fragmento)

"Yo suponía que en el deseo del abuelo latía una intención que no me comunicaba. Quizá tenía una idea un poco exagerada de la arquitectura y se le había metido en la cabeza que la armonía, la proporción, el orden y la simetría que parecían constituir el nervio de este arte, podían influir sobre mi temperamento, y, corrigiendo su tendencia abusivamente romántica, me rescatarían de la nebulosa en que giraba. No dejaba de observar mi natural inclinación al ensueño, a las formas vagas y brumosas del pensamiento, y quería cuadricularme el alma; quería darme una disciplina. La que él no tuvo, quizá.
A mí lo mismo me daba una carrera que otra. No me tentaba ninguna. No podía concebir que un trabajo profesional, cualquiera que fuese, pudiera resultar agradable. Me gustaba vagabundear, echar a volar la imaginación, soñar, oír música, contemplar el paisaje. Pero trabajar en cosas aburridas, a horas fijas y dependiendo de un jefe o de un cliente, me resultaba insoportable.
Lo mismo significaba para mí hacerme abogado que profesor que ingeniero. Por lo tanto, no tenía nada que oponer al proyecto de convertirme en arquitecto; al menos, esta profesión llevaba el nombre de una de las bellas artes.
Pero no me hacía muchas ilusiones respecto al ejercicio profesional. Las chapuzas de arreglo de cañerías y retretes, y la construcción de vulgares casas de alquiler a gusto de los propietarios, no eran cosas muy seductoras; pero, como algo había que hacer, me inclinaba por darle satisfacción al pobre viejo. A papá lo mismo le daría. No le importaban mis cosas.
Después de hablar de otros temas, me levanté para irme. Daniel me hizo un guiño, el otro me tendió la mano, y los demás me dejaron marchar con la mayor indiferencia. Daniel y su amigo arrimaron sus sillas a los demás y se enfrascaron con ellos en la conversación general.
Ya me había acostumbrado a la penumbra del interior y cuando salí me pareció cegadora la luz de la calle. Todo el día me duró, pegado a la ropa, el apestoso olor del tabaco negro.
A primeros de octubre, cuando los días empezaban a acortarse demasiado y caían algunas lluvias encharcando los caminos y las brañas por donde salíamos a pasear, había que pensar en el regreso a La Coruña. Terminadas sus vacaciones anuales, el tío Pedro se marchaba al lugar donde estuviera destinado, que en los últimos años era la Academia de Caballería de Valladolid; y el abuelo y yo, con Andrea, nos instalábamos en la calle de Tabernas, dejando Yebra hasta el verano siguiente.
Yo hacía mi equipaje y recogía mis libros. El campo me gustaba mucho, pero prefería la vida invernal que se hacía en la ciudad.
Estaba harto de los días interminables, de las tentaciones animales que traía el vivir al aire libre, del relajamiento del cuerpo, y de la laxitud y dispersión de la inteligencia.
El cielo, sin nubes, de un azul cansado; las tardes, radiantes, de una luminosidad que hería mis pupilas, empezaban a enervarme. "



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