La turbia corriente (fragmento) "César habría dispuesto, indudablemente, de holgado tiempo para escribir a Lourdes, no sólo fuera de las horas que dedicaba a la Audiencia, sino también fuera de las de esparcimiento, fuera incluso de las que le robaba Clara, la viuda de Lloret. Había ésta enviudado ya cuando César llegó destinado a Suevia. Su marido, de familia de conserveros de la costa, se había casado contra la voluntad de su padre y hermanos, que deseaban para él una esposa aristócrata o, al menos, rica. Y Clara no era ni lo uno ni lo otro, pero sí de un atractivo físico que saltaba a la vista, no obstante cierta sofisticación: le sobraba el tinte del cabello, pues lo tenía rubio natural, y la espesa capa de lápiz rojo en los labios, pues los tenía dibujados y gordezuelos, y los tiznes en la prolongación de los ojos, pues los tenía rasgados y sombrizos... Después de la desgracia seguía viviendo en el mismo piso, nuevo y confortable, construido por el marido, antes de casarse, sobre una vetusta casa de su propiedad. Desde los ventanales del «living room» —el marido lo designaba ordinariamente así— se divisaban las oscuras aguas del río, los puentes y la campiña de la otra margen, poblada de árboles y pequeños caseríos. César, que había conocido a la pareja en Madrid, en su viaje de bodas, se creyó obligado, a los pocos días de llegar, a hacer una visita a Clara, para expresarle un pésame tan formulario como tardío. El marido de Clara, aficionado a los coches deportivos, a las grandes velocidades, había perecido al estrellarse contra un robusto plátano de la carretera, dejando la aguja del cuentakilómetros en una cifra que, de haberse salvado, lo habría llenado de orgullo: 125. Y menos mal que, como regalo de boda, había transferido a Clara un buen paquete de acciones de la fábrica de conservas, cuyos dividendos permitían a la viuda vivir con desahogo y criar a la hija única, huérfana a los dos años de edad. A César le gustaba aquella morada, por acogedora y cómoda y por su situación en aquel quieto extremo de la ciudad antigua, tan próximo al campo y al río. Clara le invitó a volver: ¡Estaba tan sola! La hija, en el colegio de las Madres Mercedarias, y a su vera, allí, en el piso, una criada de toda la vida, que había sido niñera suya. «Como en este levítico poblachón a las viudas se les prohíbe todo, casi no hablo más que con la criada y con las aburridas cotorronas a quienes visito de tarde en tarde, por puro compromiso.» Volvió él frecuentemente a pasar esas horas muertas de después del almuerzo —«las horas del café» como se les llamaba en Suevia—, en que se jugaba al ajedrez o al tresillo en el Casino, y en los abarrotados cafés al dominó, con el consabido estrépito de fichas sobre los mármoles de las mesas mientras la cupletista se desgañitaba inútilmente en el breve escenario. César acompañaba a veces a don Ismael al Casino, más bien por condescendencia, pero en general se encerraba a leer en su habitación del hotel o se trasladaba a casa de Clara para conversar al calor de una u otra bebida, en aquel «living» tan enhiesto y soleado. César sentíase placenteramente allí. Las tazas de transparente porcelana, las panzudas copas de coñac que Clara calentaba previamente a la llama de un gran mechero de plata, la caja japonesa de cigarrillos exóticos, todo le parecía de una exquisitez de alto rango, de un mundo superior. Cuando don Ismael le tiraba alguna puntada sobre aquellas elegancias, César le compadecía y, por un momento, lo encontraba vulgar. «¡Qué sabía don Ismael de la distinción que se respiraba en aquella preciosa casa! ¡Qué sabía don Ismael del refinamiento de los modales de Clara al calentar la panzuda copa, al encender un cigarrillo de boquilla dorada! ¡Si en Suevia la vieran fumando, se conmoverían las esferas! Don Joaquín hasta le negaría la absolución.» Desde aquel alto ventanal la ciudad se mostraba en su verdadera pequeñez: las manzanas de edificios se extinguían pronto entre huertos y viñedos; las torres de la catedral y de la iglesia de Santa Marina, con sus ringorrangos barrocos, emergían, pedantes, en medio de una teoría de chatos palacios de piedra, con tejados musgosos, convertidos ahora en casas de vecindad; la espadaña del Consistorio, muy novecentista, con la campana y la esfera del reloj municipal, alcanzaba, quizás en desafío, una altura equivalente a la de las torres eclesiásticas; y por el lado del río, unos cuantos edificios con pretensiones de modernos, los jardinillos, la alameda con su quiosco para la banda de música, la rojiza estación del ferrocarril... Y en seguida, por todas partes, el campo, que aprovechaba cualquier hueco, cualquier solución de continuidad, para colarse por entre los muros, para invadir el contorno urbano, como si uno y otro se hermanaran o se combatieran. Pero se veía más naturaleza que ciudad, tan pequeña ésta, que hasta parecía desproporcionada con la pretenciosa elevación de los campanarios. " epdlp.com |