Volver la vista atrás (fragmento)Juan Gabriel Vásquez
Volver la vista atrás (fragmento)

"La convalecencia en Madrid no fue inútil. Leyó a Dickens y a Jack London, y también las Memorias de Lenin, de Krúpskaya, cuya opinión generosa de Trotski lo tomó por sorpresa. Alguien le habló del Hotel Gran Vía, donde los periodistas de lengua inglesa se reunían para comer, y tan pronto pudo andar —sobre muletas, por supuesto— se dirigió allí, menos buscando comida que conversación en su lengua. En el restaurante del sótano conoció a Martha Gellhorn y a Ernest Hemingway, en cuya habitación de los últimos pisos pasó una tarde bebiendo vino y filosofando sobre la guerra mientras silbaban los obuses. Conoció a Stephen Spender, que le pareció la definición del intelectual insoportable de Oxford, y a una periodista canadiense de la que se enamoró inmediatamente. La mujer vivía con sus compatriotas en el centro de transfusiones que dirigía Norman Bethune, el médico que había diseñado un sistema para recoger donaciones de sangre en Madrid y llevarlas en unidades móviles al frente de batalla. Y allí estaba David, en pleno amorío de guerra, cuando un francés que lo oyó hablar mal de Trotski una noche cualquiera se le acercó para preguntarle, en voz baja, si estaría dispuesto a llevar a cabo una misión especial. «Es por el movimiento», dijo.
«Por el movimiento», repuso David, «haré lo que se me pida».
Lo citaron en el Hotel Palace con dos camaradas soviéticos, y luego en el Gaylord’s, y luego de nuevo en el Palace, hasta que se convencieron de que podían confiar en él. David, por su parte, siempre había confiado en los soviéticos: le parecía claro que Francia y Gran Bretaña le habían dado la espalda a España con el argumento cobarde de la no intervención, mientras que Moscú había sabido reconocer la trascendencia del momento. Fue con fusiles soviéticos como se peleó en el Jarama, y fueron soviéticos los técnicos que llegaron al frente republicano para enseñarles a los españoles a manejar los tanques soviéticos. De manera que David hubiera aceptado de ellos cualquier misión. Pero los soviéticos eran reticentes, y lo despacharon con una frase breve:
«Lo mandaremos llamar cuando sea necesario».
De regreso a su batallón se enteró de la muerte de Sam Wild, cuya pierna herida se había gangrenado, y se miró en su destino como en un espejo. Durante su recuperación, tuvo tiempo de pensar: pensó en la periodista canadiense de la que se había enamorado; pensó brevemente en dejar la guerra e irse a vivir con ella; se avergonzó de su egoísmo. En el gran marco de la derrota del fascismo y la victoria de la revolución socialista, no sólo no era trágica la muerte de un individuo, sino que era la condición necesaria para la victoria. En abril lo mandaron a Albacete, a una escuela de entrenamiento donde aprendió tácticas de infantería y lectura de mapas mientras limpiaba las letrinas, y luego a Valencia, para que recibiera órdenes del cónsul soviético mientras se comía un plato de paella. Era la misión que había estado esperando, así que recibió sus órdenes y su dinero y el 27 de abril llegó a Barcelona. Era una ciudad en estado de conmoción. "



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