Azúcar con olor a sangre (fragmento)Ángel Guàrdia Farran
Azúcar con olor a sangre (fragmento)

"La estación de Bejucal era pequeña y poco cuidada. Estaba repleta de gente, la mayoría solo fueron a ver el tren. Los que no cabían en el andén se acomodaban encima de un puente situado a unas cien yardas y esperaban, cargados de paciencia, a ver cómo el jefe de la estación, de pie en el andén y con la mirada en dirección al maquinista, levantaba el banderín rojo con su mano derecha. A continuación oían el silbato de la locomotora, que echaba un chorro de vapor que salía a ras de suelo. El tren arrancaba e iba hacia ellos; impertérritos, lo miraban con ojos desafiantes, pero con la seguridad de que pasaría por debajo del puente. Cuando se escondía por debajo del arco, todos corrían hacia el otro lado para verlo asomar; el maquinista los saludaba con un bocinazo y una columna de humo.
(…)
Cerca de la Punta se sentó en un banco de piedra, estuvo un buen rato contemplando el mar, que, inusualmente, estaba en calma. Permaneció alrededor de una hora viendo el ir y venir de las olas. Intentaba no pensar, pero era imposible no tener en mente a Rogerio, sabiendo que, si todo había transcurrido como lo tenían previsto, a esas horas ya se habría cumplido la sentencia. Pensó que tal vez debía haber estado presente en el fatídico momento y no dejar a su amigo tan solo, pero sentía vergüenza y rabia a la vez. No quería que Rogerio lo viera junto a un grupo que llevó a la muerte cumpliendo un acto administrativo, dando prioridad a su interés de sofocar el bandolerismo social antes que averiguar si fue un accidente o un crimen lo ocurrido en la calle Amargura. Le enfurecían los pretextos que tenían tanta prioridad. ¡Dios sabe a qué intereses atendían!, y que impidieron a José interceder por Rogerio, que había trabajado más de cuatro años en el ingenio. Deploraba la frialdad con que despacharon el asunto tanto el capitán general como el obispo.
Rogerio era un hombre que por la codicia de unos pocos fue arrancado de su tierra, desposeído de su identidad, vendido en una subasta como un animal de carga, pasando penurias hasta la extenuación. “¿Cuántos miles de Rogerios habría?”, se preguntó.
Continuó sentado un rato más, absorto en sus pensamientos, viendo el ir y venir de las olas. "



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