Equipaje de arena (fragmento)Anna Langfus
Equipaje de arena (fragmento)

"El anciano no responde. Se esfuerza por dominarse. Se esfuerza por vencer el temblor de sus manos. Le envidio. ¡Tantas luchas, tanto sufrimiento, tanta cólera y tanta esperanza por una muchacha a la que se encontró, una mañana, en un parque! Pero, en el fondo, no se trata de mí. El hombre tenía un excedente de fuerzas que emplear, un lote completo de sentimientos que le estorbaban porque no los había agotado. Había podido vivir hasta entonces honradamente, razonablemente, con la misma mujer que poco a poco cesaba de existir. Una vida agradable, tal vez, pero demasiado larga. La imaginación, no obstante, había acumulado en él las imágenes de otra vida en la que se mostraba tanto más apasionado cuanto que en la vida cotidiana era un hombre apacible, tanto más generoso cuanto que era egoísta. La súbita conciencia del tiempo que pasa, de la muerte cada vez más próxima, había precipitado las cosas. La larga espera lo había impacientado. Pero ¿por qué me elegiría a mí? Porque me crucé en su camino, tal vez un día en que todos sus sueños se hallaban exasperados. Mi juventud, mi soledad, mi situación precaria le animaron. ¿O acaso cree amarme de verdad? No es indispensable que me considere, al menos conscientemente, como un desquite esperado vagamente durante largos años y que hay que coger al vuelo, a toda costa. Pero también esto puedo comprenderlo.
De nuevo es el anciano caballero, tímido y bien educado, que, al terminar el día, acude a desearme las buenas noches. Me abochorno de lo que ha ocurrido, y cuando le digo: «Buenas noches» quisiera agregar: «De veras le deseo una buena noche.»
Para mí fue una hermosa noche, una buena y hermosa noche de antes de la guerra, con algunos sueños indecisos, inenarrables. No corría, no me debatía, no tenía miedo. Ello no podía durar. Mi reloj señala las seis, cuando los golpes resuenan en la puerta. Mi corazón se anticipa. Late con todas sus fuerzas. Le digo: «Calma, ya no puede afectarnos.» Y, entretanto, me tiemblan las manos mientras abro la puerta de la calle. También mis manos han conservado algunos hábitos. Anny aparece ante mí, con sus largas piernas desnudas y su rostro flaco, que ha perdido el encanto y la juventud. Conozco esta mirada que intenta desesperadamente aferrarse a algo. Le digo: «Entra», pero Anny no se mueve.
—Ella va a morir —dice.
Su voz es inexpresiva, sin relieve. La llevo a la terraza. Cierro de nuevo la puerta, y, al volverme, la veo en la misma actitud, como si no se hubiese movido. Voy a sentarme y espero. ¿Qué otra cosa cabe hacer? ¡Pronunciar palabras estúpidas, cuando uno espera un milagro, una voz que diga que se trata de una pesadilla, que nos despierte y nos devuelva a la vida cotidiana! Sé que no tendré que esperar mucho; Anny es demasiado joven y la tension demasiado fuerte para ella. Avanza dos pasos y se derrumba en una silla. Y todo lo que la oprimía halla salida, por fin. Aquí, en esta silla, ya no hay más que una chiquilla que solloza, que llora escandalosamente. Para mí, todo resulta fácil, ahora. Le acaricio los cabellos. Esto ayuda a las lágrimas a brotar. Anny no tardará en hablar; para esto ha venido. La puerta de la casa se abre; el señor Caron, en pijama, aparece en el umbral. La chiquilla no lo ve. Yo le hago una seña impaciente con la mano. El anciano se retira. Anny levanta la cabeza. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com