Un domingo en Ville Davray (fragmento)Dominique Barberis
Un domingo en Ville Davray (fragmento)

"En todo eso pensaba aquel día, recostada en la tumbona. Me encontraba frente a la casa de mi hermana y me pregunté, por un breve instante, si cuando encendiera la lámpara de exterior un enjambre de mosquitos pequeños se pegaría al muro, como ocurría en otros tiempos, en las noches de verano, durante nuestras vacaciones en Fromentine. Me preguntaba si las aves, negras cornejas, se pondrían a sobrevolar en círculos el tejado, atraídas por la oscuridad.
La fachada estaba partida en dos, negra por abajo —la sombra había alcanzado el suelo de la primera planta— pero aún alumbrada por el día en su parte superior. Lo alto del cielo estaba cargado de un amarillo dorado, muy luminoso, como el que ilumina a veces el mar.
Pensé en el mar y me entraron ganas de irme.
Un televisor se encendió en la ventana de la casa de enfrente, una vivienda un poco en diagonal con respecto a la carretera, y luego otra luz en una cocina, creo; se distinguían armarios. Tuve la sensación de que las luces de aquellas casas acorralaban la noche en la carretera a la vez que el cielo —el anchuroso cielo de las afueras— seguía siendo claro.
Las tuyas que rodean el jardín de mi hermana perdieron su sombra; quedaron reducidas a su sola proporción.
El calor de los últimos coletazos de la temporada debía de haber atraído a mucha gente a los parques abiertos al público; los vigilantes estarían empezando a tocar el silbato para congregar a los visitantes. Cierran tarde porque todavía está vigente el horario de verano. Ahora, disponen de coches eléctricos que les permiten dar caza a los paseantes demasiado alejados, los que remolonean por los senderos laterales con la esperanza de poder escapar a la norma. Pensé en las multitudes que en aquel preciso momento salían de los parques y los jardines públicos. Acaso la mayoría de la gente se demore las tardes de domingo por miedo a ver concluida la jornada, por miedo a desencadenar dentro de sí una tristeza antigua; acaso esa tristeza la compartamos todos, esa tristeza que se intuye cuando las cosas cierran, cuando se terminan. Me decía que se trataba de una vieja reminiscencia, profundamente humana, el recuerdo, grabado en nosotros, de la inquietud atroz que debió de despuntar en el corazón de Eva cuando el Ángel le mostró la puerta del Paraíso, y sobre todo cuando comprendió que aquello sería definitivo. "



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