Pontífices o amurallados (fragmento)Santiago Alba Rico
Pontífices o amurallados (fragmento)

"Como no escribo con pseudónimo voy a definir el término “intelectual” de manera que me convenga (o, lo que es lo mismo, que me excluya). Veamos. En la antigua Roma se distinguía entre imperium, potestas y auctoritas. Simplificando mucho, digamos que el imperium era el mando del ejército, la potestas el mando del gobierno y la auctoritas el mando moral de la sociedad civil: es decir, la autoridad pública “religiosa” que encarnaba el vínculo entre la comunidad de los vivos, la comunidad de los muertos y la comunidad de los dioses. Bajo la República romana estas tres instancias de poder estaban separadas; a partir de Augusto, el emperador pasó a reunir todas ellas en su sola persona (como también la majestas, originalmente “soberanía del pueblo”, pero que por un triste desplazamiento histórico ha acabado designando la “majestad” de las monarquías). En lo que aquí nos importa, recordemos simplemente que el Pontífice --constructor de puentes-- era el que no tenía poder sino autoridad pública; y autorizaba por ello ciertos vínculos y ciertas voces colectivas. A través del verbo augere y de sus derivados --”augurio” y “autor”, por ejemplo-- queda muy clara la relación entre religión, publicidad y poder civil. A partir de ahí podemos definir al intelectual menos por su actividad --escritura, pensamiento, investigación-- que por su papel social. “Intelectual” es el que, sin poder militar ni político, está al mando de la sociedad civil. Su dimensión “religiosa” --pública y vinculante-- es evidente; y así en algunas sociedades orales esta función “intelectual” la cumplió el poeta, en otras altamente jerárquicas el sacerdote y luego, a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa, en nuestra Europa más o menos democrática la “autoridad pontificia” recayó en la figura de escritores laicos capaces de intervenir en la esfera pública al margen de y contra el ejército y el gobierno (de Sebastian Castellio y Voltaire a Zola y Sartre). No es extraño, por tanto, que la famosa obra de Julien Benda de 1927, traducida con fundamento al castellano como La traición de los intelectuales, en francés se llame La trahison des clercs, literalmente “de los clérigos”. Esa, por cierto, es la tradición que prolonga Gramsci, en la misma época, mediante el concepto de “organicidad”. Para el comunista sardo, en efecto, “intelectual” era Benedetto Croce, el hegeliano derechista cuyo pensamiento llegaba a los cafés y las partidas de cartas en frases hechas y pildoritas de “sentido común”, generando así “hegemonía” cultural; pero también eran intelectuales el Papa y Lenin (o cualquier dirigente obrero).
La “Transición” en España, que se inició en un marco intelectual muy “clerical”, el de la lucha antifranquista y su memoria “intelectual”, enseguida inscribió nuestro país, y de manera particularmente veloz y brutal, en los nuevos parámetros de la “autoridad” capitalista. Eso trajo consigo una cosa buena y una cosa mala. La cosa buena es que se democratizó la cultura y se desacralizó al “maestro”. La cosa mala es que ni se democratizó realmente la política ni se reemplazó a Sartre por un Pontífice colectivo. ¿Quién ha tenido en estos años y quién tiene aún el “mando de la sociedad civil”? El mercado. ¿Quiénes son nuestros clérigos? Los nuevos empresarios, las estrellas del balón, las modelos de las pasarelas. "



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