Nuestras vidas (fragmento)Marie-Hélène Lafon
Nuestras vidas (fragmento)

"Horacio Fortunato tiene las sienes plateadas, claramente más la izquierda que la derecha. Hoy lo he visto y me he cruzado con él dos veces en el supermercado antes de pasar por la caja ocho detrás de él, hacía las compras más importantes y había cogido un carrito a la entrada del establecimiento. Se inclinaba sobre los productos de limpieza, leía las etiquetas del dorso de los frascos, sin gafas, y he pensado que su perfil izquierdo era dulce, casi tierno. Cuando cogía los productos con la mano, parecía que los acariciara, que los envolviera, era casi incoherente; habríase dicho una ceremonia, de pequeño debió de ayudar a misa, quizás en Saint-Pierre-de-Montrouge que es justamente la iglesia más cercana a la calle Focillon; era fácil imaginarlo en sobrepelliz, con el pelo oscuro muy tupido impecablemente cortado en la nuca, las orejas y la frente, los pies calzados con zapatos marrones embetunados por su madre que también le debió de enseñar los gestos porque un hombre debe saber ocuparse de sus cosas; zapatos marrones, no negros, el negro es de luto y llama a la muerte, es demasiado serio para un niño o un joven, el marrón queda mejor y va bien con todo; los zapatos apenas asomarían, él siempre fue bajo, más bajo que los demás, pero macizo, recio, vivaz y fornido, y nunca estuvo enfermo, ninguna de esas enfermedades infantiles que preocupan a los padres, las madres se pasan las noches los padres no saben qué hacer, ni la escarlatina ni el sarampión ni apendicitis, nunca anginas ni otitis, jamás resfriado o fiebre en el momento de ir al colegio, siempre en forma Horacio, y dispuesto; acaso no del todo contento, en realidad nadie habría podido decir si estaba contento porque no hablaba mucho y sonreía con demasiada formalidad para que uno pudiera hacerse una idea cabal. La maestra de segundo de primaria, que se ocupaba mucho de los niños, escribió en el informe de fin de curso que era reservado y esta palabra le convenía, reservado pero no blando, ni lento, ni dormido, ni perezoso, ni distraído, ni atolondrado, ni nenaza, cuando yo era pequeña llamábamos nenaza a los niños delicados que siempre hacían remilgos o andaban quejándose, no era precisamente un cumplido, sobre todo para los chicos. Me imagino muy bien a Horacio Fortunato como monaguillo, impecable, pero no del todo convencido; solo los chicos pueden ayudar a misa, las niñas no pueden, en todo caso no podían en mi infancia, ni, supongo, en la de Horacio Fortunato, aunque él es mucho más joven que yo. La abuela Lucie, que era devota, se indignaba y pensaba que yo habría estado perfecta con la sobrepelliz, no me habría visto pero habría soñado conmigo. "


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