Memorias de los últimos días de Byron y Shelley (fragmento)Edward John Trelawny
Memorias de los últimos días de Byron y Shelley (fragmento)

"El verano de 1819 lo pasé en Ouchy, un pueblecito situado a la orilla del lago de Ginebra, en el cantón de Vaud. La persona más inteligente que encontré en los alrededores fue un joven librero de Lausana, educado en una universidad alemana. Conocía bien las obras de los más distinguidos escritores y sus lecturas no se limitaban, como suele ser el caso entre los de su gremio, a índices y catálogos, pues era un estudiante concienzudo y amaba la literatura más que el lucro.
Comoquiera que Lausana es uno de los puertos interiores en los que buscan refugio trotamundos llegados de todos los países, en los anaqueles de su librería había libros escritos en todos los idiomas. El librero era además políglota, y había leído los más interesantes. «La elevación del espíritu —decía— es más importante que la altura de las montañas (yo buscaba un mapa a escala de estas últimas) y los libros son su patrón de medida.» Me traducía pasajes de las obras de Schiller, Kant, Goethe y otros autores, y escribía comentarios sobre sus paradójicas, místicas y metafísicas teorías. Una mañana encontré a mi amigo sentado bajo las acacias en una terraza situada frente a la casa donde Gibbon había vivido y escrito su Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano. El joven dijo:
—Intento agudizar mi ingenio con este aire cortante que dio al gran historiador su mordacidad característica, para entender mejor este libro. A sus poetas modernos, a Byron, a Scott, a Moore, puedo leerlos y entenderlos mientras paseo, pero ahora he topado con uno que me obliga a detenerme, a tomar aliento y a reflexionar —se refería a la Reina Mab de Shelley. Puesto que yo jamás había oído ni el nombre del autor ni el título del libro, le pregunté cómo lo había conseguido—. Cambié un lote de libros franceses antiguos por libros ingleses modernos. Puesto que no conocía a ninguno de los autores, podría no haberme molestado siquiera en abrirlos, de no haber sido porque un mojigato y curioso sacerdote que estuvo husmeando en mi desván encontró este libro y, tras hojear rápidamente las notas, gritó enfurecido: «¡Infiel, jacobino, defensor de la igualdad: nada sino la hoguera puede detener esta blasfemia; el mundo está volviendo al más execrable paganismo y a la anarquía universal!». Cuando el sacerdote se hubo marchado, cogí el volumen que había tirado al suelo, pensando para mis adentros: «Seguro que aquí hay algo sustancioso». Ya conoce usted el refrán: «Nadie apedrea un árbol que no esté cargado de fruta». "



El Poder de la Palabra
epdlp.com