Una novela real (fragmento)Minae Mizumura
Una novela real (fragmento)

"Habían pasado cuatro o cinco años desde que mi familia dejara Japón porque mi padre había sido nombrado para ocupar un puesto en el extranjero. No obstante, y a pesar de que me avergonzaba, todavía no lograba armonizar con los Estados Unidos y con su idioma, el inglés. Aun cuando mi cuerpo acusaba la intensidad con que se sucedían las estaciones en New York —en verano el sol quemaba el césped y en invierno la nieve helaba mis pestañas—, los días pasaban sin que tuviera verdadera conciencia de estar viviendo en América.
Ahora, al recordar el pasado, comprendo que durante esos años viví simultáneamente en tres mundos diferentes.
El primero era el que compartía con mis compañeros norteamericanos del high-school. Solo mi cuerpo entraba y salía de ese mundo. Con un vestido sin mangas y sandalias o con un abrigo con capucha y botas de cuero de foca, dependiendo de la estación. Alrededor de las ocho de la mañana mi pequeña figura atravesaba la entrada de un edificio de ladrillos donde flameaba una bandera con bandas y estrellas. La misma silueta salía de ese edificio pasadas las tres de la tarde. Es todo lo que puedo contar de ese mundo. Había sido arrojada a un ambiente que no habría podido siquiera imaginar cuando vivía en Japón. En lugar de tratar de aceptarlo, cerré mi corazón con la obstinación propia de los adolescentes y simplemente dejé que los años pasaran.
El segundo mundo, por el contrario, existía solo en mi mente. Y así como mi sentido de la realidad —mi vida en los Estados Unidos— era pobre, mi mundo imaginario era rico, y lo fue cada vez más desde que mi madre comenzó a trabajar y mi hermana se fue a estudiar a otra ciudad. Cuando volvía del colegio tenía toda la casa para mí, desde el ático hasta el sótano. Me sentaba en uno de los extremos del sofá, flanqueado por un par de lámparas hechas con sendos jarrones de fina porcelana Satsuma, esmaltada con suaves colores de textura satinada. Al convertirme en japonófila había insistido para que mi madre las comprara en la tienda Takashimaya de Manhattan. Encendía una de esas lámparas y me sumergía en la lectura de antiguas novelas japonesas que mis padres habían incluido en el equipaje para sus hijas. Con Della —una obesa perra collie que habíamos traído de Japón— echada a mis pies, pasaba las páginas hasta que anochecía. Mi mente rebosaba de palabras japonesas impresas en sepia y en todo el cuerpo sentía la añoranza por un Japón en el que jamás había vivido. Día y noche soñaba con el momento en que finalmente regresaría a ese país, a un Japón que ya no existía. Por supuesto, en mi mente también había lugar para otras cosas, además de antiguas novelas japonesas. Por ejemplo, traducciones de novelas europeas —nunca supe quién las había traído y cuándo— en ediciones de bolsillo con páginas amarillentas.
Frente a la estación de tren había dos cines, con muy poco público, donde veía películas en Technicolor que nunca comprendía del todo, debido a mi dudoso dominio del inglés. En ocasiones, nos vestíamos con nuestras mejores galas y mi madre nos llevaba en auto al Metropolitan Opera House para ver ópera y ballet. También solía escuchar algún long play con nostálgicas melodías que mi padre traía de Japón cuando viajaba por asuntos de trabajo, y grabaciones en cuarenta y cinco revoluciones de canciones populares japonesas que otros viajeros nos traían de regalo. Los fines de semana, cuando mis padres estaban en casa, me encerraba en mi pequeño dormitorio y dejaba que mi mente vagara durante horas por ese mundo. "



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