Cervantes para cabras, Marx para ovejas (fragmento)Pablo Santiago Chiquero
Cervantes para cabras, Marx para ovejas (fragmento)

"Con aquella mente portentosa para los números y aquella cabeza que todo era capaz de memorizarlo y devolverlo sin digerir como un papagayo, en cuatro tardes de estudio se podría haber hecho de él un buen maestro, y en cuatro o cinco años un médico, un catedrático de economía o un abogado. Aquel deseo tal vez se hubiese cumplido sin la muerte de Antonio González, a quien una tarde de tormenta le cayó un rayo mientras bajaba con un rebaño de cabras de la Sierra Ahíllos, allá por los confines de la comarca. Aquel rayo truncó todas las posibilidades de Mateo de estudiar y prosperar en la vida.
Si él se hubiese dedicado como estudiante a los números y las letras, ¿quién hubiese ayudado a su desgraciada madre con el sostén del hogar? ¿Quién hubiese apacentado a diario el rebaño, ordeñado las cabras y vendido la leche como su padre había hecho toda su vida desde que tenía diez años? ¿Y quién hubiese llevado los nuevos corderos al mercado de los miércoles y los sábados, de donde con un poco de suerte se volvía con un par de billetes en el bolsillo y la comida de dos semanas? Angélica no podía con tanto trabajo, y no estaba bien que una mujer quedara sola, sin la protección de un marido o un hijo. Las aptitudes matemáticas del pequeño Mateo, de esa forma, se fueron olvidando. Con apenas diez años abandonó la escuela y se acostumbró a la vida sencilla y saludable —cuando no hacía demasiado frío o caían atinados rayos— del pastor de cabras y ovejas. Y en aquel digno oficio le hubiese sorprendido la vejez si no fuese por la depresión que, en aquel marzo de 1930, le hizo olvidar su rebaño y encerrarse a mirar las musarañas en el camaranchón donde dormía.
También su novia Conchita hizo todo lo posible por sacarlo del pasmo en el que había caído. Primero lo hizo con ardides similares a los de su madre. Apeló a su buen juicio y a la razón vital que convierte a las personas de bien en trabajadores infatigables, aunque no necesariamente ricos ni felices.
—Vamos, Mateo, tienes que salir de esta habitación —lo animaba la muchacha—. Tu tristeza ya ha llegado a los oídos de mi padre, y si se entera de que te pasas los días aquí encerrado, que te has convertido en un pájaro sin alas —con metáforas como esa nombraba Conchita la depresión de Mateo—, jamás permitirá que me case contigo, y ya nunca podremos vivir juntos y tener los hijos que habíamos planeado. ¿No te acuerdas, Mateo? Tú y yo queríamos tener tres hijos...
—¿Hijos? ¿Para qué? —respondía él con un hilo de voz—. ¿Para que sean cabreros? ¿Para que les caiga un rayo como a mi padre en la Sierra Ahíllos?
—Les advertiremos que no vayan a pastar a las faldas del Ahíllos. —Conchita era una muchacha repleta de sentido práctico.
—Cariño, los rayos pueden caer en cualquier parte...
—Pues entonces piensa en los viajes que pensábamos hacer juntos. —Conchita trataba de desviar la conversación del delicado tema de los rayos que matan pastores—.
Tú y yo queríamos ir a Sevilla, y a Madrid, y a ver el mar.
¿No recuerdas que queríamos ver el mar durante nuestra luna de miel? "



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