Egholm y su dios (fragmento) "Egholm descendió las escaleras y cada paso lo alejaba aún más de las alturas de su ira. Cuando cruzó el pavimento de piedra y dejó que la puerta de la calle sonara tras él, era tan manso como cualquier ermitaño del valle. Una ráfaga de viento lo hizo tambalearse hasta la salida de un canalón, donde cayó un chaparrón helado. Lo tomó como quien se toma la broma de un amigo. ¿Qué importaba que el mismo viento le metiera un frío tanteo bajo el cuello, hasta la sisa, o que le diera un golpe en la boca con la mano y lo dejara sin aliento? No se enfadó cuando los arroyos y charcos que vadeaba siguieron la ley de la naturaleza y llenaron sus botas agujereadas hasta el nivel de las aguas de fuera. Se ajustó el sombrero con más fuerza, inclinó la cabeza sumisamente y caminó con toda humildad junto a las paredes de la casa, para no estorbar al viento en su tarea. El tumulto en su interior se había calmado, y no quedaba más que el entusiasmo habitual de un hombre apurado, un hombre decidido a llegar a una reunión a tiempo. Calle tras calle, con el mismo aliento húmedo en la cara. Cruzó Vestergade, donde los escaparates de las tiendas brillaban en fila a ambos lados, y un carruaje que se dirigía al teatro casi lo atropelló. Luego se adentró una vez más en las calles laterales, saliendo por fin, a través de un estrecho pasaje, a un patio, donde ardían luces en las ventanas de un establo, un establo reconvertido en salón y lugar de reunión de los Hermanos de San Juan. La entrada, que no estaba iluminada, desprendía un fuerte olor a moho y yeso. Egholm sintió un nerviosismo infantil al darse cuenta de que la reunión ya había comenzado. Se alisó la corona de pelo y se secó el agua de la cara con la capa; luego, buscando a tientas el picaporte, entró. La sala estaba medio llena de gente; el joven Karlsen estaba de pie en el escenario, pronunciando una especie de homilía. Era el comienzo habitual del joven Karlsen, pensado para pasar el rato hasta que el viejo Karlsen pudiera salir de la tienda. Todo el mundo lo sabía y lo soportaba con paciencia, excepto el propio joven Karlsen, que anhelaba con más ansias la hora de su liberación. " epdlp.com |