Santa (fragmento)Federico Gamboa
Santa (fragmento)

"Santa y su parroquiano despertaron ... Hablábanse poco, sólo lo indispensable para zaherirse con pullas o embozadas injurias, como si después de una noche de compradas caricias hubiesen recordado de súbito que, exceptuando la lujuria apaciguada de él, no existía entre ellos más que el eterno odio, que, en el fondo separa a los sexos. (...) ¡La gresca que se armó en la vivienda! Ahora todas pedían ser de la alegre partida, y se bromeó, se ajustaron onerosos contratos, se aumentó la caravana y se hizo venir otra calandria que resultó desvencijada, mugrienta, gemidora, y con un par de sardinas que ni para el redondel servían -según autorizado dictamen de El Jarameño.
Partieron los carruajes en línea recta y uno tras otro, cuando la iluminación de la ciudad comenzaba, al tiempo que los enormes focos municipales que se mecen en las esquinas y a la mitad de las calles -mezclados a las innúmeras luces incandescentes que cubrían caprichosamente las fachadas del comercio rico, y a los humildes farolillos de vidrio o papel con que adornaban las suyas los mercaderes pobres y los particulares ídem- prestaban a la metrópoli mágico aspecto de apoteosis teatral. Desde que desembocaron en la ancha avenida Juárez, divisaron las calles de San Francisco y Plateros rebosantes de luz, sin transitar de vehículos, insuficientes para encauzar entre sus dos aceras aquel encrespado y movedizo mar de gente que se encaminaba a la Plaza de Armas. Por sobre las cabezas, se veían, aquí y allí, chiquillos del pueblo encaramados en las espaldas del papá; guitarras que parecían caminar sin dueño, caídas de lo alto, y flotar a la ventura encima de esas ondas revueltas, policromas, incesantes. Avanzaban los coches paso a paso, y al llegar a la esquina del Puente de San Francisco, la impenetrabilidad de la masa y la prohibición de los gendarmes de a caballo de seguir adelante, los forzó a detenerse y consultarse respecto de la ruta que habrían de adoptar. Santa -del pueblo al fin- opinó por una caminata a pie, confundidos con la turba que casi rebosaba de las aceras y del arroyo; pero sus compañeras, españolas, atemorizadas frente al monstruo -cuyos coloquios, silbidos, exclamaciones, gritos y risas eran la perfecta imagen de un huracán-, se opusieron decididamente, mejor renunciaban al paseo. Los hombres tampoco aprobaron la idea, pues no les halagaba ir desde luego a la Plaza, y empaquetados dentro de los incómodos simones aguantar el concierto de todas las bandas militares de la guarnición reunidas, y toca que toca de las nueve a las once. Mejor cenar, aprisita, y después de la cena, al Grito. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com