La profecía del laurel (fragmento)Jesús Avila Granados
La profecía del laurel (fragmento)

"En aquella ciudad, uno de los feudos de la Iglesia católica más poderosos de todo el mundo occidental, volví a ser consciente de la precariedad de mi vida y de mi condición de perfecto cátaro. Las cárceles de Pamiers dependían directamente de la Inquisición y, en espera del juicio, recibí toda clase de humillaciones. Fui encerrado en un oscuro calabozo, más bien una auténtica prisión subterránea, en la que la oscuridad era permanente y total. La humedad penetraba en mis huesos y me calaba hasta sentir un frío insoportable. Las heridas de mi cuerpo me atormentaban, apenas podía moverme de dolor. Mi mano izquierda estaba completamente tumefacta; me habían descoyuntado todos los dedos, y el daño era insufrible. Los latigazos hacían que mi espalda ardiese, y tenía un ojo completamente hinchado.
Perdí la noción del tiempo. No sabía cuánto había transcurrido desde mi llegada a la prisión, y tampoco tenía modo alguno de averiguarlo. Donde yo me encontraba, en las entrañas de la fortaleza, no llegaba el sonido del campanario, ni ningún otro ruido; sólo el chasquido esporádico de alguna gota de agua que se filtraba por el techo y se precipitaba, estrellándose contra el suelo, encharcándolo. Era la forma más segura de vencer mi voluntad y plegarme a sus pretensiones.
(…)
Un ruido terrible, ensordecedor, retumbó en las galerías y los pasillos exteriores. Presentí que había llegado el momento. Habían sonado las campanas anunciando la hora quinta, cuando oí el sonido metálico de las bisagras y la puerta de la mazmorra se abrió. Aparecieron frente a mí el carcelero, el jefe de la guardia del castillo y un monje dominico que los acompañaba.
-¡Tu hora ha llegado, hereje! -exclamó con voz imperiosa y burlona el sargento de la guardia.
El monje se dirigió a mí:
-Hijo, he venido a salvar tu alma. A confesarte y tus terribles pecados os serán perdonados.
-Nada he hecho a largo de mi vida de que deba avergonzarme, y sólo confesaré mis pecados ante un hermano mío perfecto, si hubiese, y si no es así, directamente al Eterno, que todo ve y todo sabe, y a quien encomiendo mi alma.
-¡Pues que tu alma se consuma por el fuego del averno! -clamó el dominico, dominado por la cólera.
Me ataron las manos a la espalda, con tal fuerza que las cuerdas provocaron heridas en los brazos. Fui conducido a empujones al exterior. En ese breve trayecto acudían a mi mente los recuerdos más felices de mi existencia. Una voz se revelaba en mi interior:
-Guilhelm...
-¿Sois vos, Philippe?
-Sí, mi querido hermano. Habéis sabido llegar hasta aquí. Estoy orgulloso de vos.
-Philippe, acompañadme, tengo miedo.
(…)
Después de ser atado al poste, alcé la mirada y contemplé al arzobispo, entregado por entero al espectáculo, mientras bebía y comía con apetito, Recé por su alma. Y antes de que el humo me asfixiase y fuese consumido por las llamas, sentí que mi hermano Philippe me otorgaba desde la gloria el consolamentum para la paz de mi alma. Grité luego con todas mis fuerzas: Después de setecientos años, reverdecerá el laurel. Cuando las llamas alcanzaron su mayor virulencia, una paloma blanca surgió de la hoguera, para elevarse y volar hacia los confines del universo. "



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