El mismo mar de todos los veranos (fragmento)Esther Tusquets
El mismo mar de todos los veranos (fragmento)

"La cojo entre mis brazos, bien envuelta en la piel, y la subo casi en vilo hasta el dormitorio, y ella apoya la cabeza en mi hombro, pasa su brazo en torno a mi cintura, ronronea palabras sin sentido —tal vez sea el idioma de las hadas o el de los gatos—, y yo sucumbo bajo una avalancha brutal de ternura que me corta el aliento y me para el corazón, porque el amor es ciertamente terrible como un ejército en marcha, y cruel como la muerte es la ternura, y empiezo a musitar también yo palabras muy extrañas, palabras que tampoco tienen sentido y que pertenecen a un idioma no aprendido, y recuerdo que ya me pasó otra vez con Clara algo semejante, pero esta vez yo no quiero detenerme, porque las palabras surgen en una embriaguez sin fin, y sé que han caído todas las barreras y se han bajado todas las defensas, y estoy aquí, desvalida y desnuda como nunca lo estuve en el pasado —ni siquiera en el más remoto e íntimo de los pasados jamás contados—, deshaciéndome en palabras, fluyendo toda entera de mí misma en un torrente de palabras, palabras que Clara no podría seguramente entender —ni aunque estuviera atenta y despierta, en lugar de languidecer medio dormida entre mis brazos— y que desde luego no escucha, palabras que tal vez intuí yo hace tanto tanto tiempo para una Guiomar niña, que quizás adiviné cuando ella dormía, cuando no podía mirarme con sus ojos azules —ya entonces implacables— muy abiertos, palabras que estuve a punto de iniciar algunas veces cuando la pequeña se dormía en el suelo o sobre un sofá y había que llevarla dormida hasta la cuna, pero que no le dije, que no llegaron a brotar nunca, y que no formulé ni siquiera en el pensamiento, y es que este lenguaje no nace en el pensamiento y pasa desde allí hasta la voz hecho sonido: nace hecho ya voz de las entrañas y la mente lo escucha ajena y sorprendida, ni siquiera ya asustada o avergonzada, porque estamos repentinamente al otro lado —mucho más allá— del miedo y la vergüenza, y es evidente y claro que en cualquier instante yo tendré que morir, porque la ternura me ha traspasado como cien alfileres de diamante, la ternura me ha pisoteado y arrollado a su paso como el más terrible de los ejércitos en marcha, y me voy deshaciendo, disolviendo, desangrando en palabras, tan dulcemente muerta que ya casi no puedo con el peso de Clara —que no pesa nada—, y menos mal que hemos llegado juntas a las dos camas gemelas y la deposito allí y le deslizo una almohada bajo la cabeza —sin que ella, como Guiomar de niña, abra tan siquiera los ojos— y la cubro con la sábana y la manta de pieles —hace frío con la ventana abierta, y yo quiero mantener abierta la ventana porque la habitación olía a cerrado, y porque es imprescindible que oigamos el mar y el viento entre los cañaverales y el pitido del tren al adentrarse en el primer túnel de la mañana—, y ahora le pido quedo que no despierte, que se duerma, y me tumbo a su lado, a sus espaldas, y ella despega por fin los labios y gime “no te vayas”, y sé que podré repetir un millón de veces el mismo recorrido suave de su cuerpo con mis manos, susurrar interminablemente las mismas palabras tontas en su nuca tibia, escucharla dormir plácida y a trechos suspirante, mientras espero la muerte con el alba. "


El Poder de la Palabra
epdlp.com