Los virreyes (fragmento)Federico de Roberto
Los virreyes (fragmento)

"Pero los que se habían puesto demasiado abiertamente de parte de la princesa tenían el corazón en un puño, seguros como estaban de verse despedidos por el hijo. En medio de tal confusión, Giuseppe no sabía a qué atenerse:
cerrar el portón por la muerte del ama era algo que, verdaderamente, entraba dentro de sus atribuciones, pero, ¿por qué no daba la orden don Baldassarre? Sin una orden suya no podía hacerse nada. Por lo demás, tampoco los postigos de la planta noble estaban cerrados; y como el tiempo pasaba sin que llegase la orden, no faltaba en el patio quien comen¬zaba a alimentar tanto esperanzas como temores: ¿y si el ama no estuviera muerta? «¿Quién ha dicho que está muerta?... ¡El cochero!... ¡Pero él no la ha visto!... ¡Puede que haya en¬tendido mal!...». Otros argumentos venían a corroborar tal suposición: de haber muerto ella, el príncipe no habría salido tan precipitadamente, ya que nada hubiera podido hacer allí. Y la duda comenzaba a trocarse para algunos en certeza: debía de existir algún malentendido, la princesa debía de estar sólo agonizando, cuando, finalmente, desde lo alto de la galería, se asomó Baldassarre gritando:
—¡Giuseppe, el portón! ¿No has cerrado todavía el portón? Cerrad las ventanas de la cuadra y de las caballerizas...
Decid que cierren las tiendas. ¡Cerradlo todo!
—¡Así que no corría prisa!—murmuró don Gaspare.
Y cuando, empujado por Giuseppe, el portón giró finalmente sobre sus goznes, los paseantes empezaron a formar corro: «¿Quién se ha muerto?... ¿La princesa?... ¿Y dónde, en el Belvedere?...». Giuseppe se limitó a encogerse de hombros, perdida por completo la cabeza; mientras, entre la gente tenía lugar un intercambio de preguntas y respuestas:
«¿Dónde estaba, en el campo?... Enferma desde hacía casi un año... ¿Sola?... ¡Sin ninguno de sus hijos!...». Los mejor informados explicaban: «No quería a nadie a su lado, excep¬to al administrador... No podía soportarlos...». Un viejo, con un cabeceo, dijo: «¡Vaya raza de locos estos Francalanza!».
Mientras tanto los criados atrancaban las ventanas de las caballerizas y de las cocheras; el tahonero, el bodeguero, el ebanista y el relojero entornaban también sus puertas. Otro grupo de curiosos congregado ante la puerta de servicio, que permanecía aún abierta, miraban al interior del patio donde había un confuso ir y venir de criados; mientras tanto, desde lo alto de la galería, Baldassarre, como un capitán de navío, impartía orden tras orden:
—Pasqualino, ve a casa de la señora marquesa y a los Benedictinos..., pero da la noticia al señor marqués y al padre don Blasco, ¿entendido?... ¡No al prior!... Y tú, Filippo, pasa por casa de doña Ferdinanda... ¿Doña Vicenza?
¿Dónde está doña Vincenza?... Coja el mantón y pase por la abadía... Hable con la madre abadesa para que vaya predisponiendo a la monja a recibir la noticia... ¡Un momento! Suba primero a casa de la princesa que ha de hablarle!... ¡Salemi!...Giuseppe, hay órdenes de dejar pasar sólo a los parientes más cercanos... ¿Ha venido Salemi?... Deje todo lo que esté haciendo; el príncipe y el señor Marco lo esperan allí, hace falta ayuda. Natale, tú irás a casa de doña Graziella y de la duquesa. Agostino, estos despachos al telégrafo..., y pásate por casa del sastre...
A medida que recibían los encargos los criados salían, abriéndose paso por entre el gentío; desfilaban con el aire apresurado de los ayudantes de campo entre curiosos que anunciaban: «Van a dar aviso a los parientes..., a los hijos, cuñados, sobrinos y primos de la difunta...». La nobleza entera se pondría de luto, y, a aquella hora, todos los portones de los palacios señoriales se cerraban o se dejaban entorna¬dos, según fuera el grado de parentesco. Y el ebanista los iba enumerando. "



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