Un asesinato que todos cometemos (fragmento)Heimito von Doderer
Un asesinato que todos cometemos (fragmento)

"Ciertas calles sólo tenían una hilera de casas, mientras que el otro lado seguía vacío.
Se veían allí montones de grava y pilas de madera, así como la valla que pasaba por delante de un talud sobre el borde del canal, cruzaba el cauce y se dirigía a gran distancia, hacia las múltiples ramificaciones de la masa urbana al otro lado del agua, o bien bordeaba la ribera, allí donde la corriente doblaba, parsimoniosa y brillante, hacia la izquierda, trazando una curva entre los taludes inclinados de la orilla. Allí estaba la espuma verde gris de las copas de los árboles y allí aparecían también los prados. A lo lejos se divisaban las chimeneas de las fábricas, alineadas como flechas en un carcaj, y a su lado se alzaban los montículos anchos y romos de los gasómetros, tras cuyo resplandor, intensificado por el brillo de las rejas, se presentaban en invierno la niebla y en verano, las nubes rizadas en un horizonte vaporoso. En la última casa de esa hilera de edificaciones abierta hacia el canal vivían los padres de Conrad en la tercera plan­ta, que ocupaban entera, por lo que su vivienda era harto espaciosa. El padre, Lorenz Castiletz, no era un hombre rico, pero sí lo que suelen llamar bien acomodado. Se dedicaba al comercio de paños y, por otra parte, ostentaba desde hacía tiempo la representación de dos casas holandesas, motivo de no pocas envidias, pues la posición de dichas empre­sas en el mercado era por sí sola muy fuerte. Por este hecho y porque, además, tenían una tía pudiente, bien al estilo ru­ral, con tierras, casa y granja, Kokosch, que era además hijo único, nunca padeció situaciones de escasez importantes ni peligrosas para su salud, ni siquiera durante el período de la guerra, como tampoco las padeció en los duros años posteriores a la contienda. En cierta medida, aquellos acontecimientos pasaron como algo más bien distante por la casa de los Castiletz. El padre, que había contraído una afección cardíaca de manera un tanto extraña en sus ya lejanos años de juventud—por dedicarse con excesiva energía y apasionamiento a la esgrima de sable—, ya había superado la edad para ser llamado a filas al estallar la guerra; de todos modos, el antes mencionado motivo lo habría eximido de prestar el servicio militar en el frente. La diferencia de edad entre Lorenz Castiletz y su hijito era abismal: ni más ni menos que cuarenta y siete años. "



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