Las hermanas (fragmento) "Se detuvo y, previsor, reprimió una sonrisa, como queriendo asegurarse antes de haber tentado lo suficiente mi curiosidad. Pero una media respuesta hace que uno se vuelva impaciente por conocer el resto, de modo que entablamos conversación y con gusto accedí a su invitación de probar un vaso de aquel áspero vino dorado. Ante nosotros, las agujas de las torres refulgían soñadoras a la luz de la luna que lentamente se iba aclarando. El vino me gustó, me pareció excelente, como también la pequeña leyenda de las hermanas iguales-desiguales que me contó aquel hombre en medio de aquel tibio anochecer y que se reproduce aquí de la manera más fiel posible, aunque sin garantía alguna acerca de su veracidad histórica. Cuando en una ocasión el ejército del rey Teodosio se vio en la necesidad de instalar sus cuarteles de invierno en la que por entonces era la capital de Aquitania, y gracias a un merecido descanso los rocines derrengados recuperaron su pelaje suave como la seda y los soldados comenzaron a aburrirse, sucedió que el capitán de la caballería, de nombre Herilunt, un lombardo, se enamoró de una hermosa tendera que allí, a la sombra llena de recovecos de los barrios bajos de la ciudad, vendía especias y dulce pan de miel. Él sucumbió de manera tan fuerte a la pasión que, indiferente a su baja extracción social, la desposó rápidamente para poder estrecharla cuanto antes entre sus brazos y se mudó con ella a una casa principesca en la plaza del mercado. Allí se quedaron sin que nadie los viera durante muchas semanas, abandonados el uno al otro, y se olvidaron de los hombres, del tiempo, del rey y de la guerra. Pero mientras ellos estaban por completo sumidos en el amor y se quedaban cada noche amodorrados el uno en brazos del otro, el tiempo no durmió. De pronto se levantó un cálido viento del sur, bajo cuya lengua abrasadora el hielo reventó en las corrientes, y a cuyo paso fugaz en los prados los crocus y las violetas empollaron sus florecillas de distintos colores. De la noche a la mañana, las copas de los árboles reverdecieron. En las ramas heladas, guirnaldas llenas de capullos rompieron sus húmedos brotes. La primavera volvió a renacer de la tierra saturada. Y con ella, de nuevo la guerra. Una mañana la aldaba de bronce del portón golpeó, imperiosa y exigente, en mitad del ligero reposo matutino de los amantes. Un mensajero del rey ordenó a su capitán que cogiera sus armas y partiera de allí. Los tambores resonaron en los cuarteles de acantonamiento. El viento restalló en las banderas. " epdlp.com |