Las almas muertas (fragmento)Nikolai Gogol
Las almas muertas (fragmento)

"Su existencia parece demasiado inconstante, tenue e incierta para que se confíe mucho en ellos. Además, los gordos nunca se desvían por los atajos, sino que siguen siempre el camino real, y si se sientan, se sientan firmes y sólidamente, de modo que es más fácil que se les hunda la silla que no que se les desaloje de ella. No se preocupan mucho de la ostentación externa, y, por consiguiente, sus levitas no son de corte tan elegante como las de los delgados; mas su ropero es mejor surtido. Al hombre delgado no le quedará, en espacio de tres años, ni un solo siervo sin hipotecar; pero si se observa, el gordo tiene una casa al otro lado del pueblo, comprada a nombre de su esposa; más tarde adquiere otra en un barrio distinto; después una en alguna pequeña aldea cerca de la ciudad y, finalmente, una finca con todas las comodidades. Al cabo, el hombre gordo, después de haber servido a Dios y a su zar, y de haber conquistado el respeto de todos, abandona sus actividades, se traslada a otra región y se convierte en terrateniente, en caballero ruso, cordial y hospitalario: ha tenido éxito, y hasta mucho éxito. Y cuando Dios se lo lleva, sus herederos delgados, fieles a la tradición rusa, revientan la fortuna de su padre. No puedo ocultar que tales eran las reflexiones que ocupaban la mente de Tchitchikof mientras observaba a los invitados, y el resultado de ellas fue que se decidió a unirse a los gordos, encontrando entre ellos a todos los que ya conocía: el fiscal, con cejas negras y espesas, y un ojo izquierdo que tendía a guiñar ligeramente como si dijera: “Entra en el cuarto próximo, chico, que tengo algo que decirte”, no obstante lo cual era un hombre grave y taciturno; el director de Correos, un hombre pequeño, decidor y de espíritu filosófico; el presidente del Tribunal, un caballero muy urbano y sagaz; todos los cuales le acogieron como a un antiguo amigo, mientras Tchitchikof correspondía a sus atenciones con profusas reverencias, no por ladeadas menos expresivas. Después conoció a un propietario muy afable y atento, llamado Manilof, y a otro, de aspecto algo tosco, apellidado Sobakevitch, quien empezó por pisarle a Tchitchikof el pie y pedirle perdón. Luego entregaron a nuestro héroe un naipe, que aceptó con la misma reverencia cortés. Todos se sentaron a la mesa verde, no levantándose hasta que se anunció la cena. La conversación cesó completamente, como siempre ocurre cuando las gentes se dedican a una tarea importante. Aunque el director de Correos era muy charlatán, cuando cogía los naipes su rostro asumía inmediatamente una expresión pensativa, y el labio superior se caía sobre el inferior, permaneciendo así durante todo el tiempo que jugaba. Cuando jugaba una figura, daba un violento porrazo en la mesa, exclamando, si era una dama, “¡Fuera contigo, vieja consorte de cura!”; si era rey, “¡Fuera contigo, campesino Tambof!”, mientras el presidente decía: “¡Le tiraré de las barbas, le tiraré de las barbas!” A veces estallaban las exclamaciones mientras lanzaban los naipes sobre la mesa: “Ah, ¡suceda lo que suceda, no hay remedio! ¡Juegue los oros!”, o bien los palos se designaban por diversos apodos cariñosos con que los habían vuelto a bautizar. Al final de la partida, disputaban algo ruidosamente, según costumbre. Disputaba también nuestro héroe, pero de modo tan hábil que, aunque discutía, se echaba de ver que lo hacía con amabilidad. Nunca decía “Usted salió”, sino “Usted se ha dignado salir”; ‘He tenido la honra de matar su dos”, y así sucesivamente. Para propiciar aún más a sus adversarios, les ofrecía constantemente su tabaquera de plata esmaltada, en cuyo fondo reposaban dos violetas, allí colocadas por su perfume. La atención del recién llegado la ocupaban principalmente los dos terratenientes que hemos mencionado, Manilof y Sobakevitch. Apartando del grupo al presidente del Tribunal y al administrador de Correos, les dirigió varias preguntas referentes a aquellos individuos, algunas de las cuales mostraron no sólo curiosidad, sino también el sólido sentido común de nuestro héroe; pues, ante todo preguntó cuántos campesinos—cuántas almas— poseía cada uno, y en qué condiciones se hallaban sus propiedades; sólo después pidió sus nombres y apellidos. En pocos instantes, logró cautivarles completamente. A Manilof, un hombre que apenas había llegado a la edad madura, con ojos dulces como la miel, que guiñaba siempre que reía, le encantaba. Tanto, que estrechó calurosamente la mano a nuestro héroe, y le rogó muy encarecidamente le hiciese el honor de visitarle en su casa de campo que, decía, distaba sólo quince kilómetros del pueblo; a lo cual Tchitchikof, con una cortesísima inclinación de cabeza y un afectuoso apretón de manos, replicó que no sólo deseaba fervorosamente hacerlo, sino que lo consideraba su sagrado deber. Sobakevitch dijo también, algo lacónicamente: “Y yo también le convido a visitarme”, restregando los pies, calzados con unas botas de tan gigantescas proporciones, que sería difícil hallar pies a que ajustarlas, especialmente en nuestros tiempos, cuando hasta en Rusia empiezan a desaparecer los gigantes. "


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