La enamorada del talento (fragmento)Pío Baroja
La enamorada del talento (fragmento)

"Sus amigas íntimas no comprendían nunca estas cosas. Decían que sus ojos no eran grandes ni rasgados, que su nariz no era perfecta, que su boca era más bien grande que chica, y aún cuando confesaban que su cabello rubio era abundante y hermoso, le encontraban, en cambio, un tono rojo, elegante, sí, pero no bonito.
Respecto a su parte moral, era orgullosa, vanidosa y presumida; las mujeres, generalmente, llaman buenas a las amigas feas, y simpáticas a las viejas. Lo que callaba la intención piadosa de todas ellas era el atractivo poderoso, el gran encanto de Matilde, que consistía en un contraste de expresión entre los ojos claros, enigmáticos, impregnados de pensativa tristeza, y la boca fresca, sensual, de sonrisa irónica y burlona.
Una vez, un señor amigo de su padre, le dijo a Matilde que su rostro le recordaba algo al célebre retrato de La Gioconda, de Vinci, y como vio al buen señor entusiasmado con el recuerdo le preguntó si el retrato aquél estaba en el Museo de Madrid. Le dijo que había uno, aunque el más famoso y más expresivo era el del Louvre. Matilde fue a verlo, y encontró en el extraño aspecto de la veneciana pintada por Leonardo algo que imitar, cierta vaguedad de la mirada, cierto refinamiento perverso en la sonrisa.
El cuadro del gran maestro italiano dio nueva pose a Matilde, y encontró contemplándolo una coquetería más refinada, una sonrisa indescifrable; aprendió a animar a un hombre sin dirigirle apenas la mirada, y a desconcertarle luego con una sonrisa burlona, tranquila, indiferente.
Como a hija única, su padre mimaba a Matilde y la dejaba hacer todos sus caprichos.
Tenía una verdadera corte de amigas, unas más pobres, otras más feas, a las cuales convidaba a su palco o a dar paseos en su coche, siempre colmándolas de atenciones, atenciones que disimulaban bastante mal la superioridad que se asignaba Matilde sobre sus amigas.
Matilde desdeñaba a los hombres vulgares; quería para ella un talento grande, incomprensible, misterioso; un hombre que reuniese una figura elegante y una inteligencia soberbia; algo así como un Byron sin cojera. En lo que no se fijaba era en el dinero: tenía bastante para los dos.
Una noche, en el Real, vio a un hombre que le llamó poderosamente la atención. Era un joven alto, esbelto, con los ojos negros y rasgados, la cara triste y el cabello largo y negro como el ala del cuervo.
Matilde le contempló atentamente con los gemelos, y cuando vio que el romántico joven se había fijado en ella, desplegó todos sus encantos: unas veces mostraba su aristocrático perfil y su abundante cabellera dorada de tonos rojizos: otras, mirándole ensimismada mientras jugueteaba con el abanico.
Cuando Matilde salió de su palco, envuelta en la capa blanca de pieles, para entrar en el coche, vio al joven melancólico que la miraba con sus ojos grandes y tristes.
Pronto se enteró de que era un pintor andaluz, Alonso de Guzmán, que volvía de Roma. Seguramente, el hombre de genio que ella buscaba. Como Matilde conseguía todo de su padre, se arregló de manera que éste enviara a su administrador en busca de don Alonso de Guzmán para hacerle unos encargos.
Don Alonso llegó, y se decidió que hiciera el retrato de Matilde. Ésta quería un retrato prerrafaelista, con una túnica azul y el pelo en dos bandas, y, si podía ser, un lirio en la mano. El joven de Guzmán no entendía gran cosa de prerrafaelismo, y empezó a su manera el retrato. "



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