Ha llegado Isaías (fragmento)László Krasznahorkai
Ha llegado Isaías (fragmento)

"Luna, valle, rocío, muerte.
En marzo del año del Señor de 1992, entre las cuatro y las cuatro y cuarto de la madrugada del tercer día del mes, para ser precisos, es decir, apenas ocho años antes de la celebración del bimilenario de la era cristiana o, dicho de otro modo, del comienzo de los tiempos, en cierto sentido, pero a mucha distancia todavía del ánimo festivo que se avecinaba, el doctor György Korin detuvo el coche ante la entrada del bar non stop de la estación de autobuses, paró como pudo el motor, se apeó y—como quien está seguro de encontrar allí realmente, con esas cuatro palabras en la cabeza, aquello que buscaba después de pasar tres días sumido en un estado etílico—empujó la puerta sin titubear, se dirigió tambaleándose a un hombre solitario —la única persona que se hallaba ante la barra— y, en vez de derrumbarse en el acto, tal y como habría correspondido a su estado de embriaguez, le dijo, silabeando con enorme esfuerzo: Querido ángel, llevo mucho tiempo buscándote.
El interpelado volvió la cabeza poco a poco hacia él. No podía asegurarse siquiera que fuese un hombre. Mostraba un rostro cansado, sin luz alguna en los ojos, y el sudor le cubría la frente por completo.
Llevo tres días buscándote sin parar, explicó Korin. Porque… has de saber por fin que esto ha vuelto a acabar… Que esto… la madre que lo parió…hizo una larga pausa, y sólo el silencio, no la rigidez de su rostro, reveló hasta qué punto contenía él la emoción reinante en su interior, aunque al final logró concluir esa frase, sin duda, desesperada y mil veces preparada: … ha vuelto a acabar.
Con la misma parsimonia con que antes lo había mirado, el hombre se volvió entonces hacia la barra, se llevó el cigarrillo a los labios con un gesto no exento de cierta elegancia e inhaló profundamente, lo más profundamente que pudo, hasta que el humo llegó a los bronquiolos terminales más remotos de los pulmones y, a continuación, al no poder ya más, apretó los labios, aguantó el humo un tiempo increíblemente largo y, sólo entonces, cuando la cabeza se le había puesto roja ya y las venas se le habían hinchado en las sienes, empezó a soltarlo en un finísimo hilo. Korin observó fijamente todo el proceso; no se sabía con exactitud si debido a que esperaba una respuesta o a que su mente se desconectó de pronto por unos instantes; sea como fuere, se quedó mirando al hombre, que se perdía un poco tras el humo que subía en espiral, y luego, sin quitarle la vista de encima ni poder siquiera apartarla, con un gesto tan perfecto como ciego, cogió un vaso vacío y dio un golpe en la barra, como para llamar al camarero. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com