Eugenia Grandet (fragmento)Honoré de Balzac
Eugenia Grandet (fragmento)

"Los dos pilares y la bóveda que formaban el vano de la puerta habían sido construidos, al igual que la casa, de toba, piedra propia del litoral del Loire, y tan blanda que su duración media se calcula en unos doscientos años. Los numerosos y desiguales agujeros que el tiempo había practicado en ella, daban a la bóveda y a los jambajes de la puerta la apariencia de las piedras vermiculadas de la arquitectura francesa y cierta semejanza con el pórtico de una cárcel.
Sobre la puerta se veía un bajo relieve de piedra dura que representaba las cuatro estaciones mediante figuras negras y gastadas. Este bajo relieve estaba coronado de un saliente plinto, sobre el cual se elevaban algunas de esas plantas debidas a la casualidad, como parietarias amarillas, clemátides, llantén y un cerecito bastante crecido ya. La puerta de encina ennegrecida, maciza, seca, llena de hendiduras y frágil en apariencia, estaba sólidamente sostenida por pernos que formaban simétricos dibujos. Una rejilla cuadrada y con barrotes muy juntos y oxidados, ocupaba el centro del postigo de la casa y servía, por decirlo así, de motivo para un aldabón que se unía a ella mediante una anilla y que caía sobre la magullada cabeza de un enorme clavo. Este aldabón, de forma oblonga parecía un gran punto de admiración, y, examinándolo con atención, un anticuario hubiera percibido en él la figura esencialmente chistosa de los picaportes antiguos, si bien borrada ya por el uso. Por esta rejilla, destinada para reconocer a los amigos en los tiempos de guerras civiles, podían ver los curiosos en el fondo de una bóveda obscura y verdosa algunos escalones gastados, por los que se subía a un jardín limitado pintorescamente por muros espesos, húmedos, llenos de vegetaciones y de espesuras de pequeños arbustos. Estos muros eran los de la muralla sobre la que se elevaban las huertas de algunas casas vecinas. En el piso bajo de la casa, la pieza más considerable era una sala cuya entrada se veía en el fondo de la bóveda de la puerta cochera. Pocas personas conocen la importancia de una sala en los pueblecitos de Anjou, de Turena y de Berry. La sala sirve allí a la vez de antesala, de salón, de despacho, de recibidor, de comedor, y es el teatro de la vida doméstica, e hogar común: allí iba el peluquero dos veces al año a cortarle los cabellos al señor Grandet; allí entraban los inquilinos, el cura, el subprefecto y el molinero.
Esta pieza, cuyas ventanas daban a la calle, estaba entarimada, y grandes tablones grises, con molduras antiguas, la cubrían de arriba abajo: su techo se componía de vigas aparentes pintadas también de gris, y cuyos huecos estaban cubiertos con yeso blanco, que el tiempo había vuelto amarillo. Un reloj antiguo de cobre, incrustado de arabescos del mismo metal, adornaba el anaquel de la chimenea de piedra blanca mal esculpida, sobre la cual había un espejo de cuerpo entero, cuyos extremos, cortados a bisel para dejar ver su espesor, reflejaban una línea de luz a lo largo de un tramo gótico de acero adamascado. Los dos floreros de cobre sobredorado que decoraban los dos rincones de la chimenea, tenían dos fines. Quitando los vasos que soportaban las arandelas, este pedestal formaba un candelero para todos los días; las sillas, de forma antigua, estaban tapizadas con tela, sobre la que se veían pintados asuntos de las fábulas de La Fontaine; pero tan pasados estaban los colores y tan estropeadas las figuras, que era preciso saberlo para reconocerlas. En los cuatro ángulos de esta sala se veían sendas rinconeras, especie de armarios provistos de grasientos anaqueles.
Una mesa antigua de marquetería, para jugar, cuya parte superior tenía dibujado un tablero de ajedrez, estaba colocada en el testero que separaba las dos ventanas. Encima de esta mesa había un barómetro oval con marco de madera negra, provisto de adornos dorados, donde las moscas habían retozado tan silenciosamente, que el dorado era ya un problema. En la pared opuesta a la chimenea estaban colgados dos retratos al pastel que querían representar al abuelo de la señora Grandet, señor de la Bertelliere, vestido de teniente de la guardia francesa, y a la difunta señora Gentillet, vestida de pastora. De las dos ventanas pendían sendas cortinas de tela roja de Tours, sostenidas por cordones de seda que terminaban en gruesas bellotas. Este lujoso decorado, que tanto contrastaba con las costumbres de Grandet, había sido comprendido en la compra de la casa, así como el trumó, el reloj, la mesa de marquetería y las rinconeras.
En la ventana más próxima a la puerta se veía una silla de paja colocada sobre una plataforma a fin de elevar a la señora Grandet a una altura que le permitiese ver los transeúntes. Una mesita de cerezo llenaba el alféizar, y el pequeño sofá de Eugenia Grandet estaba colocado a su lado. Hacía quince años que madre e hija ocupaban aquel sitio entregadas a un constante trabajo desde abril a noviembre. Las dos mujeres podían trasladarse a la chimenea el Iº de noviembre, día en que Grandet consentía que se hiciese fuego en la sala, haciéndolo apagar el 31 de marzo, sin tener en cuenta los primeros fríos de la primavera ni los del otoño. Un calentador, que la gran Nanón encendía con brasas de la cocina, ayudaba a la señora y a la señorita Grandet a pasar las mañanas o las tardes más frescas del mes de abril y de octubre. La madre y la hija cosían y remendaban toda la ropa de la casa, y empleaban tan concienzudamente sus días en esta labor de verdaderas obreras, que si Eugenia quería bordar una gorguera a su madre, se veía obligada a perder horas de sueño engañando a su padre para tener luz. Hacía mucho tiempo que el avaro distribuía la luz a su hija y a la gran Nanón, así como el pan y los artículos necesarios para el consumo diario. "



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