Planilandia (fragmento)Edwin A. Abbott
Planilandia (fragmento)

"No fue siempre así. El color, si la tradición no miente, por una vez en el espacio de media docena de siglos o más, arrojó un fugaz esplendor sobre las vidas de nuestros ancestros de los tiempos más remotos. Se dice que cierto individuo particular (un pentágono al que se le asignan diversos nombres), que descubrió casualmente los componentes de los colores más simples y un método rudimentario de pintura, empezó decorando su propia casa, luego a sus esclavos, luego a su padre, a sus hijos y nietos y, por último, a sí mismo. La rapidez y la belleza de los resultados convencieron a todos. A dondequiera que los cromatistas (pues por ese nombre acordaron designarlos las autoridades más fidedignas) volvían su variopinta estructura, llamaban inmediatamente la atención e inspiraban respeto. Nadie necesitaba «tocarle»; nadie confundía su frente con su dorso; sus vecinos captaban enseguida todos sus movimientos sin tener que poner a prueba su capacidad de cálculo; nadie le daba un empujón ni dejaba de hacerle sitio para pasar; su voz se ahorraba el esfuerzo de esa expresión agotadora con que los pentágonos y cuadrados incoloros nos solemos ver obligados a proclamar nuestra individualidad cuando nos desplazamos por en medio de una multitud de ignorantes isósceles.
La moda se propagó como el fuego en un bosque. Antes de que transcurriera una semana, todos los cuadrados y triángulos del distrito habían seguido el ejemplo de los cromatistas y sólo unos cuantos pentágonos de los más conservadores se mantuvieron firmes. Al cabo de un mes o dos resultó que la innovación había infestado hasta a los dodecágonos. Antes de que pasara un año la costumbre se había extendido a todos salvo al sector más alto de la nobleza. Ni que decir tiene que la costumbre no tardó en abrirse paso desde el distrito de los cromatistas a las regiones limítrofes; y al cabo de dos generaciones no había nadie incoloro en toda Planilandia, salvo las mujeres y los sacerdotes. La propia naturaleza parecía erigir una barrera en este caso, oponiéndose a que la innovación se extendiese a esas dos clases. La multilateralidad era casi esencial como pretexto para los innovadores. «La naturaleza quiere indicar con la diferenciación de lados una diferenciación de colores», éste era el sofisma que volaba de boca en boca por entonces, convirtiendo de golpe a la nueva cultura ciudades enteras. Pero era evidente que este adagio no se cumplía en el caso de nuestros sacerdotes y nuestras mujeres. Estas últimas sólo tenían un lado, y por tanto (hablando plural y pedantemente) no tenían lados. Los primeros (si se hubiesen ratificado al menos en su pretensión de ser círculos reales y verdaderos y no meros polígonos de la clase alta con un número infinitamente grande de lados infinitesimalmente pequeños) tenían por hábito ufanarse de lo que las mujeres confesaban y deploraban, de que no tenían ningún lado, sino que disfrutaban del privilegio de poseer como perímetro una línea, o, dicho de otro modo, una circunferencia. Vino a suceder así que estas dos clases no podían conceder ningún valor al presunto axioma según el cual «Diferenciación de lados implica diferenciación de color», y cuando todos los demás habían sucumbido a la fascinación de la decoración corporal, sólo seguían manteniéndose puros de la contaminación de la pintura los sacerdotes y las mujeres. "



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