La batalla (fragmento)Patrick Rambaud
La batalla (fragmento)

"Bessiéres estaba muy molesto por la injusta reprimenda del emperador y había resuelto no volver a tomar la menor iniciativa. Se limitaba a obedecer las órdenes de Lannes, tanto si las aprobaba como si no, sin pensar en mejorarlas variando algunos aspectos, lo cual retardaba sus acciones. Se las ingeniaba para conservar su caballería, y sólo enviaba al frente los escuadrones exigidos. ¿Que debían retirarse? Estaba de acuerdo. ¿Que atacaban? También lo estaba. Se había pasado la noche entera rumiando su cólera, y eso le había mantenido despierto. Había inspeccionado a su tropa, fatigado dos caballos, mordisqueado con sus dragones de Gascuña una rebanada de pan frotado con ajo. El emperador le decepcionaba, pero le ponía buena cara. Tenían un pasado común, el odio de los jacobinos y el desprecio de la República, aunque la nobleza del mariscal Bessiéres sólo se debiera a su educación, dispensada por un padre que era cirujano, un abad de la familia y los profesores del colegio Saint-Michel de Cahors. Comprendía el sistema del emperador, y se llenaba de aflicción: ¿era necesario despertar tanto odio para reinar? Dos años antes, Lannes se había sentido mortificado cuando Su Majestad, en el último momento, prefirió a Bessiéres para entrevistarse con el zar en Tilsit. Mientras observaba la planicie, Bessiéres se decía que la voluntad arbitraria casa mal con la razón. Veía con su anteojo a los austríacos que traían de nuevo su artillería y rociaban de metralla a los batallones del pobre Saint-Hilaire, que el cabezota de Lannes concentraba a sus espaldas. Resonó una detonación aislada, seca y clara en el estrépito confuso de los combates. Provenía de un escuadrón de coraceros. Bessiéres dirigió allí su caballo y se encontró con dos jinetes que habían desmontado y reñían. Uno de ellos tenía una mano ensangrentada. El capitán Saint-Didier, en lugar de separarlos, ayudaba al más corpulento a inmovilizar en el suelo al herido, el cual pataleaba.
—¿Un accidente? —preguntó Bessiéres.
—El coracero Brunel ha intentado matarse, Vuestra Excelencia —respondió el capitán.
—Y yo he desviado el disparo —completó Fayolle, mientras sujetaba a su amigo en el suelo con todo su peso, una rodilla hincada en el pecho.
—Un accidente. Que le venden la mano.
Bessiéres no exigió que castigaran de alguna manera a Brunel, el soldado que había flaqueado. Tanto los suicidios como las deserciones se multiplicaban en el ejército. Ya no resultaba extraño que en medio de las batallas un recluta exasperado se escabullera al abrigo de un bosque para levantarse la tapa de los sesos. El mariscal volvió la espalda y dio alcance a un regimiento de dragones que lucían crines negras en los cascos de cuero enturbantados con piel de foca brillante bajo el sol, entre los que desapareció. Brunel, que tenía dificultades para respirar, se irguió apoyándose en los codos. Un coracero cortó unas tiras de su manta sudadera para vendarle la mano, dos de cuyos dedos le había arrancado el disparo. "



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