Salta (fragmento)Juan Carlos Dávalos
Salta (fragmento)

"El Serapio Guantay era zamarro como el venado arisco que nace en las abras. Dos o tres veces al año se presentaba en la "sala", para frangollar su abasto de maíz en el molino y rendirle al patrón la cuenta de las pariciones, que se las repartían por mitad, conforme al uso de las fincas.
Huraño y taciturno, poco se daba el Serapio con sus vecinas únicas. Y para su vida frugal de pastor era bastante el avío de harina tostada, la chuspa de coca y el locro chirle que se cocinaba él mismo, avivando el rescoldo, al caer por las tardes a su rancho.
Encerraba sus cabras en el corralito de pircas, tumbábase al calor del hogar en el suelo limpio, y se dormía como tronco, hasta que lo despertaba el fulgor del amanecer.
Ninguna extraña inquietud venía a turbar su montaraz adolescencia, y no conoció más fiestas que el retozo bellaco de las cabras, el brillo del padre sol y la matinal algarabía de los pájaros.
Pero una tarde la Leona y el Serapio se toparon, como al acaso, en una mesada. La vaquera apacentaba su ganado; andaba el pastor cuidando el suyo. La vaquera iba hilando un vellón, girando en el aire la rueca. El pastor llevaba el avío a la espalda y la honda en la diestra.
El azar los puso cerca; el instinto los juntó. Y en el filo de una loma, sobre el pastizal oliente a verbena y anís, la india, más aviesa, lo inició al indio, más ingenuo, en el raro misterio que cumplen las cabras y las vacas, que trajina el polen en las patas diminutas de las abejas, que puebla el soto de inquietas y esmaltadas mariposas, y que hace cada primavera florecer el amancay blanco y la begonia escarlata entre las breñas.
Desde aquella tarde los dos indios volvieron a encontrarse siempre, y juntos divagaron por los cerros, descubriendo el encanto de los callados sitios, oyendo al eco repetir sus gritos en las altas barrancas, mirando rodar por los precipicios las gruesas galgas que aflojaban al borde, triscando a la par de los chivos en las paradas laderas, o escondiéndose a veces de algún viajero que cruzaba, allá
abajo, en su mula, el áspero pedregal del torrente.
Y cuando vino el carnaval con sus jineteadas y sus zambras y su chicha de oro; cuando vino el carnaval con el boato de sus cintas multicolores y el monótono retumbo de sus cajas y la música doliente de sus largos erques, el Serapio tras la Leona bajó para el caserío.
Pero la Leona, inconstante como buena hembra nómade, se mezcló en las borracheras con otros mozos más _churos_ y más ricos; y el miércoles de ceniza, muy al alba, lo hallaron al Serapio los peones de la finca, tendido boca abajo, borracho, a la orilla del camino.
El indio se marchó esa mañana al puerto del Remate. Se fue cantando, embrutecido, con el acerbo amargor del primer desengaño en el pecho, sonándole en las orejas todavía el compás de la caja y una copla:

Tengo mi chacrita,
tengo mi sandial,
tengo una morocha
para carnaval... "



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