Los que pasaban (fragmento)Paul Groussac
Los que pasaban (fragmento)

"Quien me le hizo conocer -, a la distancia- fue el anciano francés M. Paúl Morta, dueño entonces, sino fundador, de la librería del Colegio. Era éste un bibliófilo parisiense, arrojado por alguna ventolera a estas playas, y convertido en vendedor de libros por la virtud soberana de la diosa Necesidad. Parlador incoercible, se aparecía desde muy temprano en el umbral de su covacha, de zapatillas y levitón más polvoroso que sus estantes, en acecho del primer transeúnte amigo -que poco tardaba- con quien pegar la higiénica hebra. Allí, sin embargo, hacía yo mi estación casi diaria, después de clase, deleitándome con hojear de pie los volúmenes que no cabían en mi modesto bolsillo, y resignado a la charla del mercader en gracia de su mercancía. Así estaba cierto día de junio dando la respetuosa bienvenida -lo tengo bien presente- a la Creación de Quinet, que acababa de llegar, cuando sonó desde la acera el eureka gangoso del viejo pescador: "¡Oh, señor doctor, tanto gusto, adelante...!". Pero ese día el pez no mordió el anzuelo. El interpelado -joven de mediana estatura y silueta esbelta (¡cómo cambiamos!)- no se detuvo sino los segundos indispensables para saludar y soltar una chuscada al "amigo Morta", que la festejó estruendosamente mientras el otro ya seguía su camino, cruzando a la acera de enfrente. Me había asomado a la puerta, movido de vaga curiosidad, sin que el librero, que me daba la espalda, reparase en mí para presentarme. Alcancé a percibir -pues me miró un instante- una fisonomía simpática, risueña al par que pensativa: ojos pequeños, vivísimos, que vibraban por entre la orla negra de las pobladas pestañas una mirada penetrante; boca abultada de orador elocuente o decidor festivo; barba de misionero joven que afinaba un tanto el pálido perfil. El sombrero hongo, muy calado en la nuca, descubría el arranque de la espaciosa frente, y una melena oscura, contorneando las orejas, se esponjaba sobre el cuello del gabán. El conjunto, en que parecía que la travesura estudiantil retozara aún bajo la formalidad del profesor, era decididamente atractivo. Acaso carecía de elegancia, pero no de cierta indefinible distinción. En esa entonces delgadez de la juventud, como más tarde a través del embonpoint burgués de la edad madura, algo luminoso se transparentaba, y era la irradiación de un alma buena y de un espíritu entregado a la vida interior. .. Me había quedado en la puerta de la tienda, mirándole alejarse, con los ojos bajos y la cabeza erguida; vi que al pasar delante de San Ignacio, levantaba el sombrero, inclinándose ligeramente, sin ostentación ni disimulo. Era Pedro Goyena.
Aunque ello parezca extraño -y sin duda lo era, consideradas nuestras comunes frecuentaciones-, tardó todavía algún tiempo hasta producirse la conjunción inevitable. En cambio, cuando ésta ocurrió a su hora, sin intervención de terceros ni fórmulas presentativas, nuestra amistad se desprendió por sí sola como una fruta en sazón, y la simpatía instantánea cuajó al punto en afecto vivaz y duradero. "



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