El mozárabe (fragmento)Jesús Sánchez Adalid
El mozárabe (fragmento)

"Bebe con felicidad lo que te ofrece un hombre noble y lleno de gloria. ¡No se te resista el placer! Te trajo un vino que se vistió la túnica de oro del crepúsculo, con orla de burbujas, en un cáliz en el cual no se escancia sino a varones principales e ilustres. No obró mal al escanciarte por su mano oro fundido en plata sólida. ¡Levántate obsequioso en honor suyo! ¡Bebe porque su recuerdo perdure siempre!... Poema del Diwan del príncipe Abu Abd al-Malik Marwan, apodado al-Sarif al-Taliq, o «el Príncipe Amnistiado». Córdoba, año 978.
Cuando entró el grupo que encabezaba la comitiva en la plaza de Alqasr, una convulsiva agitación se apoderó del gentío y la masa se abalanzó apretujándose contra el cordón de guardias que protegía el pasillo central.
Delante iba la escolta de Alhaquen, con sus fornidos eslavos cubiertos con pulidas corazas plateadas y metálicas cotas de malla; los seguían los eunucos sobre sus mulas y ataviados con riquísimos ropajes; detrás avanzaban los carromatos con las criadas, cocineras, lavanderas y demás acompañantes; a continuación, la carreta real con la sayida y los príncipes, rigurosamente cerrada a los ojos de todos por espesos cortinajes; y, por último, un nuevo batallón de escoltas sobre robustos caballos.
No supieron prever la reacción que el acontecimiento provocaría en el pueblo y ya no hubo forma de contener a la multitud que, aunque acostumbrada por una parte a las recepciones de grandes personajes venidos del mundo entero, no podía contenerse ante la presencia de lo que para ellos pertenecía al oculto misterio de sus gobernantes y que, por tanto, suscitaba la curiosidad más excitante. El cordón de protección fue desbordado y la gente se abalanzó hacia los caballos, los mulos de los eunucos y las carretas, en un irrefrenable deseo de ver de cerca, de palpar incluso, la realidad de aquel séquito de ensueño salido de las entrañas de Zahra.
Y así se estableció una lucha sin tregua de golpes secos de bastón y latigazos contra una masa convulsiva y delirante de cuerpos sudorosos de mujeres gruesas envueltas en trapos, de muchachos y de viejos que gritaban: «¡Sayida! ¡Sayida!», con los ojos puestos en el suntuoso y herméticamente cerrado carromato que ocupaba el centro de la plaza. Los caballos se encabritaban; los eunucos, acostumbrados al silencio y la quietud del harén, gritaban atemorizados; y el forcejeo no terminaba, de manera que la comitiva no avanzaba hacia el arco que daba entrada a los alcázares. Los capitanes se miraban desconcertados sin atreverse a dar la orden de desenvainar las armas, pues una antigua costumbre prohibía el uso de espadas y lanzas en el interior de las murallas de la ciudad, en observancia del salmo que rezaba: «... haya paz dentro de tus muros y seguridad en tus palacios». Sin embargo parecía que iba a desatarse la tragedia de un momento a otro, porque amanecía ya y no paraba de llegar gente a la plaza.
Hasta que, repentinamente, todos los ojos se fijaron en el carromato real, cuyos cortinajes habían empezado a descorrerse, ante la sorpresa de una multitud que jamás había esperado tal acontecimiento.
En el centro del carruaje, de pie, apareció Subh, con uno de los niños en brazos y el otro sentado a su lado. La elevada estatura de la joven, su rosado rostro nórdico, sus grandes ojos verdes y su dorado cabello, que asomaba bajo el velo en una densa trenza que le caía sobre uno de los hombros, fueron como una aparición iluminada por el tenue sol de la mañana. Y los bellos príncipes, deliciosamente ataviados, completaban el encanto de la imagen.
Se fue haciendo el silencio, hasta que una contenida expectación se adueñó del momento. Entonces Subh desplegó una radiante sonrisa y saludó delicadamente con la mano; tal vez como había visto hacer a las reinas del norte, que se mostraban frecuentemente en público, en los actos religiosos, en las justas, en las fiestas o en los balcones de los palacios.
La multitud prorrumpió en un griterío de júbilo y, espontáneamente, comenzó a dejar paso a la comitiva. El pasillo central volvió a abrirse y las pesadas ruedas del carruaje tirado por bueyes empezaron a girar. "



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